8. El Ars Goetia

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La sensación ya comenzaba a irritarme. Hacía un par de semanas atrás, había estado atemorizada con este presentimiento, pero ahora sólo me fastidiaba.

Recorrí con la vista toda la extensión de la zona de mesas del Monette's Coffee, a la vez que trataba de atender al público con normalidad, esperando encontrar la procedencia del individuo que me estaba observando. Busqué al demonio que tanto detestaba entre todos los clientes, pero no lo hallé. Recordé los primeros días en que me llené de miedo y paranoia por su culpa, y un nudo me apretó el estómago.

El sentimiento ya me era tan conocido que era más que consciente de que no estaba en mi cabeza. La sospecha de peligro, el ambiente gélido y la sensación de estar siendo observada me eran suficientes para saber que él estaba cerca.

Aunque no podía verlo por ningún lado.

Di un suspiro irritado. A pedido de Paul —el único camarero, pues el resto éramos todas chicas—, me concentré en ordenar la mercadería recién llegada, sacándolas de las cajas y acomodándolas en la vitrina. Y mientras hacía lo mejor que podía con la tarea que me habían encargado, me obligaba a mí misma a no seguir dándole vueltas al asunto. Si Azazziel había empezado a espiarme como antes, me decidí a parecer totalmente indiferente.

No iba a darle el gusto de que me volviera a atemorizar. Pese a que, en el fondo, solo deseaba poder quitarme esa desagradable sensación de encima.

—¿Te ayudo?

Jade, que me hizo la pregunta con una enorme sonrisa, se inclinó y comenzó a sacar las galletas de las cajas sin esperar mi respuesta.

Reprimí mis ganas de torcer el gesto. Esta era una de las razones por las que no quería que se enterara de que fui yo quien puso el dinero en su bolso a escondidas. Ella había estado comportándose extrañamente complaciente los últimos días, cosa que, antes de enterarse, no sucedía.

Forcé una sonrisa y me obligué a no hacer contacto visual mientras terminábamos. No quería que Jade sintiera alguna especie de obligación hacia mí solo por haberla apoyado con un poco de dinero, pero tampoco quería ser grosera. Podía ser que ella sintiera que debía retribuirme de alguna manera, y deseé tener el coraje de decirle que eso no era necesario, que lo había hecho únicamente porque así lo había querido y no por desear algún beneficio de su parte.

Con su refuerzo, terminamos en muy poco tiempo, así que ambas volvimos a sonreírnos una última vez —por su parte, un gesto forzado que supe que fue más por cortesía que por gusto— antes de que yo llevara las cajas, ahora vacías, a la puerta trasera de la cafetería, esa que daba hacia el exterior, hacia un callejón sucio y vacío.

Me cercioré de que ni en mis mesas ni en ninguna otra quedaran personas sin atender, y me permití acomodar la espalda sobre una pared lejana para descansar un momento. Entonces ahí, finalmente, logré fijarme en unos ojos curiosos que me espiaban sin cuidado.

Era un niño de cabello castaño, echado sobre la mesa con la cabeza apoyada sobre las muñecas. Sus ojos estaban entrecerrados, y me observaban con una mezcla de emociones que no pude identificar desde mi distancia. La pareja que estaba sentada a sus costados —asumí que eran los padres— le prestaban escasa atención. La mujer vestía de traje y hablaba alterada por teléfono, mientras que el hombre tenía un aspecto de no haber dormido en días, y no apartaba la vista de la laptop que tenía en frente.

Me mordí el labio, aunque me sentí ligeramente más tranquila. No era más que un niño. Esta vez, el presentimiento sí había sido alucinación mía.

¡Señorita! —Un grupo de chicos jóvenes solicitaban que les llevara la cuenta. Hoy parecía ser de esos días ajetreados, y me sentí agradecida porque el exceso de trabajo me hacía no pensar demasiado en la sensación de ser espiada.

PenumbraWhere stories live. Discover now