57. Hola, Peque 💕

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Alec emanaba una inocencia profunda hasta la médula;  una cualidad que, Magnus tuvo que admitir, lo atrajo como una polilla a una flama, a pesar de todo su propio cinismo.
(El juramento de Magnus)





[Una semana después]

Magnus estaba de pie, cansado, casi dormido, medio apoyado en la incubadora, su mano sobre el cristal. Dentro había un pequeñito de sólo siete meses y una semana, muy pequeño: el Peque.

Los ojos de Magnus estaban hinchados y enrojecidos, bajo ellos unas marcadas ojeras. No había dejado el hospital para nada, pasaba de la sala de cuidados intensivos donde estaba el Peque a la habitación en la cual yacía Alec.

Lucía descuidado en su aspecto lo que era inusual en él, su cabello despeinado, ni una pizca de maquillaje en su piel, el brillo de sus ojos se había ido y Catarina se hacía cargo de sus pacientes.

Magnus abrió los ojos cuando un pitido de la maquina lo hizo despertar. Miró asustado al bebé. Todavía no se sabía si iba a sobrevivir, lo mismo que con su padre.

Los intensos y enormes ojos verdes del niño estaban abiertos. Uno de sus pequeños puñitos se agitaba. Magnus sintió los suyos llenarse de lágrimas, “Hola, hola, Peque”, su vista se nubló así que quizá sólo lo imaginó, pero creyó ver que los labios del pequeño se curvaban.

Usó el dorso de su mano para limpiarse. A nadie le servía poniéndose así y lo sabía, pero él no tenía familia y siempre pudo mantener una distancia prudencial y profesional con sus pacientes, nunca había tenido que atender a alguien a quien quisiera, sabía que no era correcto porque los sentimientos nublaban su buen juicio, ¿pero de verdad alguien podría ver a la persona que ama morir frente a él y cruzarse de brazos sin hacer nada?

Él no podía. No podía mirar hacia otro lado y pretender que el hombre al que había abierto su corazón por fin –el que sin pena ni miedos le susurraba palabras de amor cuando lo creía dormido y acariciaba su cabello– no estaba entre la vida y la muerte.

Simplemente no podía hacerlo. Era el chico que miró en un hospital lleno de personas, el único que llamó su atención y lo hizo detenerse para mirar con atención en un mundo en movimiento que suele golpearte si te paras demasiado tiempo. Era aquel jovencito tímido que no dejaba de retorcer el folleto en sus manos y veía a todos mirándose tan perdido.

Magnus había ido de camino a hablar con Catarina cuando lo vio y no pudo evitarlo. A veces el mundo es un lugar oscuro sólo con ciertos puntos de luz que parpadean sin mantenerse encendidos mucho tiempo, simplemente mostrándote el camino correcto para que no te pierdas. Y en un lugar así, en un mundo de luces efímeras y sombras duraderas, Alexander Lightwood parecía un faro. ¿Cómo es que nadie más lo estaba mirando? ¿Cómo es que nadie lo notaba si era una luz casi enceguecedora?

Magnus había ido hacia él, era inevitable, como una polilla hacia la luz; podía quemarse tal vez, pero era lo que siempre buscó, el latido siempre constante de su corazón retumbando con más fuerza a cada que daba se lo decía: arder un poquito por acercarse a ese sol, valía la pena, porque su noche eterna había terminado.

“¿Hola?”, el hermoso chico lo había mirado como un siervo ante los faros brillantes de un auto, tan perdido como Magnus lo había imaginado. “Hola. Soy Magnus”, y él seguía sin contestar, sólo mirándolo con aquellos perfectos ojos azules que habían hecho a Magnus pensar en el cielo. A veces él sentía que vivía en un infierno que sólo a ratos lo liberaba; en ese momento, en medio de silencios, miradas y sonrisas tímidas, Magnus pensó “Ya no más”.

El silencio del amor (Malec Mpreg)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora