60. Epílogo: El silencio del amor

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Supongo que todos nos hemos preguntado alguna vez “¿Por qué yo?” “¿Por qué a mí?” “¿Por qué siempre nos pasan cosas malas si somos buenos?” “¿Por qué algunos tienen todo y yo nada?”. También me ha pasado, no puedo decir que no. Pero alguien dijo una vez, y creo que no pudo tener más razón: “Hay que entender que en esta vida a los buenos les pasan cosas malas también y a los malos cosas buenas, y al contrario. Que no sólo los malos sufren y los buenos no siempre ganan”. Y no hay de otra, sólo aceptarlo, porque ya estamos aquí. Y así es esto, a veces nos va mal en una etapa de nuestra vida y pensamos “Ya viene lo bueno” y no es así, viene otra racha mala. Duele, lloras y también te enojas porque no es justo, pero no hay nada que podamos hacer, nada que no sea levantarnos y seguir luchando por ese final feliz que a algunos nos cuesta más y para unos es más “feliz” que para otros.
(Luisa Conejo para “El silencio del amor”)



[Un mes después]

—Ok, ok, sólo espera —Magnus gritó, mirando hacia el portabebé donde descansaba su Peque. Ya tenía dos meses de nacido y unos pulmones que definitivamente funcionaban a la perfección, si su actual llanto decía algo—. Ya casi está la leche, Ángel, por favor no llores.

“Ángel” que significa “mensajero”.


Alec, desde el sofá donde descansaba, levantó la mirada al escuchar aquel “Ángel”. Sus ojos siempre tan azules y llenos de luz, un poco apagados ahora, miraron con extravío a su alrededor.

“Ángel silencioso”.

Recordaba eso. Una de las pocas palabras que lo hacían reaccionar.


Su mirada se detuvo en la barra de la cocina donde se encontraba el Peque, ahí hasta donde llegó Magnus con una sonrisa triunfante agitando el biberón. Las manitas del bebé se agitaron, tratando de alcanzarlo, y su llanto se detuvo. La sonrisa de Magnus se ensanchó mientras lo sacaba de ahí y lo tomaba en sus brazos. Todavía no terminaba de acomodarlo cuando el Peque ya había atrapado el biberón y tomaba de él ansioso, como si hiciera días que no comiera, como si muriera de hambre. Siempre hacía eso.

Magnus negó, sin perder su sonrisa, y salió de la cocina. Sus pies casi pierden el paso cuando alzó la mirada y se encontró con Alec de pie y ya mirándolo.

Todavía no caminaba ni se movía mucho. Hacía sólo dos meses del accidente, sus huesos estaban recuperándose apenas. Su cuerpo sanaba con lentitud, así como él mismo se movía.

El corazón de Magnus se sentía tan acelerado, latía como loco, mientras caminaba los últimos metros que los separaban. Sus labios temblaron, tratando de mantener la sonrisa. —¿Quieres sostenerlo mientras come?

Alec, que había estado mirando fijamente al bebé, levantó su mirada y se encontró con la de Magnus. Lo miró en silencio, su cabeza un poco ladeada. Sus ojos a veces parecían perdidos, como si miraran hacia la nada; y en otras ocasiones, como ahora, era una mirada intensa que parecía penetrar hasta el alma. Como si viera más de lo que aparentaba.

Alec no hablaba. No había dicho una sola palabra desde que despertara.

Ya no era sólo su timidez, no era el “mutismo selectivo” que tanto trabajo le había dado superar –poco a poco, había seguido en proceso antes del accidente–, ahora era diferente y era lo que había tenido a Magnus llorando en silencio tantas noches.

Era una secuela del golpe en la cabeza. Un daño colateral.

Pensaban que quizá podría despertar sin memoria, la amnesia era uno de los daños frecuentes después de golpes así. Lo que era preferible a que no despertara nunca, había comas que duraban años o incluso de los que ya nunca volvían.

El silencio del amor (Malec Mpreg)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora