65. María Magdalena

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65. María Magdalena

IVANNA

—Inhala, exhala, inhala, exhala... —digo con voz casi inaudible, consiguiendo que mi pecho suba y baje.

—Llegamos, señorita— me dice el chófer con desdén; de modo que, manteniendo la barbilla alzada, bajo de la camioneta; a la par que busco mi teléfono para marcarle a Pipo.

No quiero hacer esto sola.

Levanto la mirada hacia la parte alta del edificio de Chevalier. Lo decoraron con luces y publicidad, y además de invitados especiales hay gente de la prensa. Será una buena noche para cazar clientes.

—Pipo, ya llegué —aviso con teléfono en mano—. El chófer de Marinaro me frunció el ceño en todo el camino, seguramente se llevaba bien con Isabella.

—Le molestará que ahora tú seas la señora.

—Calla —volteo hacia todos lados temiendo que alguien escuche—. Hoy enterraron a Isabella.

—¿Y no fuiste? —pregunta Pipo con sarcasmo.

Hago girar mis ojos.

—No pude. Lo cual es una verdadera pena. Yo era la encargada de las palabras de despedida.

—Ya me imagino el discurso —casi puedo ver la sonrisa de Pipo—. «Isabella, ni te preocupes por tu marido, yo seguiré encargándome de él».

Manteniendo la barbilla alzada, relajo mis hombros y comienzo a caminar hacia la entrada.

—Sé por Marinaro que al funeral llegó Ivette Sharman —digo—. También me metí con su marido, y con el de su hermana cuando los dos íbamos a la universidad; lo mismo el de otra de apellido Labrot, que del mismo modo estaba ahí. Sí, de haber ido hubiera sido el «alma de la fiesta».

—Te hubieran apedreado como a María Magdalena y ni Jesús los hubiera detenido.

—Pero hubiera sido la mejor vestida. El negro me queda estupendo.

—Pero tu cara se hincha horrible cuando lloras.

Me detengo en seco.

—¿Quién dijo que iba a llorar?

Las carcajadas de Pipo son ensordecedoras.

—No seré hipócrita al hablar de Isabella. Ella y yo siempre nos dijimos las cosas a la cara.

Mientras camino hacia la entrada advierto que diversos ojos me escrudiñan. Hoy no vengo de rojo o negro, opté por un vestido dorado que deja al descubierto mi espalda y mis hombros, y la caída favorece a mis zapatos de tacón.

Hoy necesito brillar.

—¿Qué otra cosa interesante dijo Marinaro? —pregunta Pipo.

—Un ingeniero de su concesionaria se va a encargar del Maserati.

—Te dije que tiene reparación. Cielo santo, solo lo rayaron. Pero sí deben revisar todo.

«Por supuesto. Prudensa está loca».

—E iba a enviarme otro coche igual. Pero le dije que quiero ese mismo. Tiene un valor sentimental.

—Ahí follaste con Luca.

—Calla —vuelvo a decir, por fin viendo a Luca de pie en la entrada—. Y ya lo vi, pero él todavía no a mí.

«Sí se acordó de venir».

El asistente ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora