Capítulo 10: La costa

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Iba sentada en el tren aferrada a mi mochila donde llevaba plata y un cambio de ropa y cepillo de dientes desde el día que decidí que iba a huir un fin de semana

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Iba sentada en el tren aferrada a mi mochila donde llevaba plata y un cambio de ropa y cepillo de dientes desde el día que decidí que iba a huir un fin de semana. No pensaba que ese día llegaría tan rápido.

Me sentía observada por alguna razón pero miraba para todos lados y no encontraba nada que me llamara la atención. Seguramente el miedo a finalmente haber escapado hacía que me sintiera perseguida.

No tenía horarios que cubrir en la librería en estos dos días. Además le había dicho a Mateo que iba a pasar el fin de semana en la casa de Lorena, quien por cierto era la única que sabía donde iba a estar realmente, por las dudas quería que alguien supiera mi verdadera ubicación.

Mi plan consistía en estar dos días alejada de todas mis preocupaciones y las emociones que me desbordaban, que tanto pesaban y que estaba arrastrando a todos los ámbitos de mi vida. Dejar atrás por unos días el colegio, a Javier, a Gastón, a cierto profesor desubicado, a sentirme sola. Iba a tener un poco de paz, estaban pronosticados días soleados que pensaba pasar en la playa leyendo, escuchando música, tomando sol. No metiéndome al agua porque ya estaba fresco para eso, tal vez mojar los pies. Sonreía inocentemente sentada en mi asiento del tren pensando en lo bien que me haría la brisa en la cara, el sol acariciando mi piel, el silencio. En ese momento no sabía que no iba a terminar siendo así.

El tren arribó en la terminal y todos bajaron apresurados. Yo me tomé mi tiempo ya que a pesar de estar decidida seguía un poco nerviosa. Caminé lento hacia donde se vendían los pasajes para el micro y me puse en la fila. Avanzaba con velocidad, igual que mi ansiedad y sentir que alguien me observaba no ayudaba en nada. Pero ya estaba ahí y no había vuelta atrás.

—Un pasaje para Mar del Plata por favor, y uno de vuelta para el domingo.

Me atendió una chica joven con una sonrisa gigante que me hizo sentir en calma. Me entregó los pasajes y salí para buscar el micro correcto. Ya estaba oscureciendo y comenzaba a estar un poco fresco. Pasé mi buzo por sobre mis hombros y subí. Siempre me sentaba en los asientos de adelante del piso de arriba, justo frente a la gran ventana, me encantaba ir viendo el camino y las luces. Por suerte seguían vacíos y me acomodé en mi lugar.

A los pocos minutos se sentó al lado mío una pareja simpática con los que charlé durante casi todo el viaje. Entre juegos, charlas y risas iban pasando las horas e intercambiamos nuestros números. Me habían caído muy bien y me ayudaron tanto a apaciguar mis nervios. Cinco horas después estaba en Mar del Plata. Era de madrugada, hacía frío y el viento soplaba bastante fuerte.

—Mañana me compro una campera— murmuré metiendo las manos en mis bolsillos para calmar los pinchazos que sentía por la baja temperatura. Me había olvidado lo ventosa que era esta ciudad.

En el trayecto en tren había reservado una habitación en un hostel cerca de la terminal para no tener que caminar tanto sola de noche. Había logrado distraerme lo suficiente en las horas anteriores como para no notar que todavía sentía de vez en cuando que alguien me estaba siguiendo. Era como tener unos ojos clavados en mi nuca que me hacían sudar frío. Apuré mis pasos, faltaban unas pocas cuadras para llegar al hostel, escuchaba unos pasos a lo lejos pero al mirar por sobre mi hombro no veía a nadie, y eso que la calle estaba bien iluminada. 

Un año con Priscila | ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora