40: Diez décadas en diez días

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—Ranita, tenemos que hacer algo.

Aquella mañana Alicia se había levantado temprano, y en cuánto vio aparecer a Alix por la puerta del salón, le escupió su propuesta, a punto de brincar sobre la punta de sus pies.

—¿El qué?

Alix se sentó a la mesa del salón, detrás de una taza caliente que la señora Rogers acaba de depositar. Tenía los rizos despeinados y dos capas de ojeras.

—Bueno, queremos recuperar a Nix, ¿no? Le han secuestrado, habrá que hacer algo.

—¿Ya está? ¿Ese es tu plan? ¿Decidir que hay que hacer algo? Claro, deja que termine de desayunar y en seguida nos ponemos.

Alicia entrecerró los ojos y se sentó delante suya. Juntó los brazos y suspiró.

—No, claro que no es mi plan. Es mi propuesta. Mi plan es otro.

Alix elevó una ceja y llevó una pasta para que se hundiera en el té.

—Te escucho.

Alicia cogió aire y volvió a suspirar.

—Necesitamos a Elisa.

La pasta que Alix tenía entre las manos se precipitó con fuerza al interior de la taza y el líquido del té ardiendo salpicó la mesa y parte de la mano de Alix. Sacudió la mano mientras intentaba salir de su estopor.

—Pero no podemos ir a por ella. Seguramente ni siquiera siga en Londres.

—Lo sé, pero nosotros solos no podemos hacer mucho. Griffin se ha llevado a Nix, ¿verdad? Y sabemos que Griffin va tras el misterio de Gru Benedicth Benlock. Es, de hecho, lo único que sabemos de él. Necesitamos resolver la última pista para dar con Griffin, y por tanto con Nix, y Elisa nos vendría de mucha ayuda.

Y además está compinchada con él, así que puede que sepa algo, pensó, pero no lo dijo porque Alix no necesitaba información que mancillara la última imagen que tenía de su amiga.

—Está bien. Iremos a buscar a Elisa.

***

Ante ellos se alzaba una mansión rodeada de campo marchito y césped negro que se había erigido a las afueras de la ciudad y que brillaba de mármol, polvo y dorado. En los bordes del jardín, de más de media hectárea, se abría un bosquecito de árboles cuyas copas y ramas crecían de manera salvaje y descontrolada por encima de las fronteras. Había abetos y arbustos acomodados en forma de laberinto en la entrada, con espinas y malas hierbas creciendo entre sus hojas. Había agujeros en las tejas del techo y matas de hierba, y a las paredes las cubrían enredaderas que se habrían paso de forma salvaje y atravesaban ventanas y cristales rotos.

—¿Estás seguro de que es la dirección correcta? Parece que esta mansión lleva años abandonada.

—E-es esta. Es-es-stoy seguro.

—Será mejor que entremos.

Caminaron despacio por la hierba marchita hasta la puerta. Veinte metros antes de llegar, fue como si todo ruido hubiera desaparecido de sus oídos. Ni el viento chocando contra las ramas ni el piar de algún ave lejana lo rompía.

—¿Lo oyes? —inquirió Alicia.

—¿El qué?

—Exacto. No se escucha nada. ¿No te parece raro?

—¿Más que el que la casa haya envejecido décadas, o siglos, en unos días? No.

Al llegar a la puerta, vieron a una criada encorvada sobre un cubo de agua. Alix se acercó a ella.

Cenizas en la nocheWhere stories live. Discover now