13: Gato de bruma y Sombra

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Alicia abandonó la estación de tren. Hasta el Soho había casi una hora andando, los pies le pesaban y llevaba todo el día despierta, al acecho. Estaba cansada y la perspectiva de andar le parecía demasiado exigente. «Mierda», pensó. «Debería haber esperado a que me pagaran el carruaje». No tenía dinero para permitirse uno y mucho menos ganas de abordar uno. No le quedaba más remedio que decidirse por una calle y caminar lo más rápido posible al resguardo de la niebla y sus ropajes de hombre.

Caminó haciendo silencio, asegurándose de que las calles estaban vacías y si no lo estaban de que sus transeúntes fueran borrachos cegados. Una prostituta con escote caído y faldas levantadas se acercó a ella confundiéndola con un hombre. Un marinero que se había desplomado en mitad de un callejón levantó un botellín y se lo ofreció a cambio de charla y compañía. Una mujer de rostro hambriento y chiquillos escuálidos se agarró a sus piernas y la suplicó limosna. Los ignoró a todos y caminó respirando ese olor a frío, polvo y muerte que recorría las calles de los barrios pobres de noche.

Cuando llegó a el Soho le temblaban las piernas y tenía que apoyarse en las paredes sucias para caminar. Eran más de las cuatro de la madrugada y le dolía cada tendón del cuerpo como una red de dolor electrizante que reptaba por cada una de sus circulaciones nerviosas.

Se apoyó como un fardo de harina conta la puerta de su edificio y llamó clavando los nudillos en la madera astillada. Esperó casi un minuto a que se descorrieran los cerrojos y la figura al otro lado de la puerta se asomara con sus bigotes de rata y su cabeza calva. Alicia casi se derrumba contra él.

—Pequeña, es tarde. ¿Dónde has estado? —preguntó Benson. Alicia consiguió alzarse con las pocas fuerzas que la quedaban y le miró con los ojos acuosos, como si el verde se hubiera diluido en lágrimas. Benson era un hombre de bigotes largos, pelo caído, ojos enterrados, nariz en forma de garfio y arrugas alrededor de sus mejillas, de cuerpo grande, redondo, y brazos simiescos, alargados y peludos. Trabajaba de cocinero en una taberna, de esas de las que había muchas en el Soho, y siempre olía a aceite y comida caliente.

—Tengo hambre —musitó Alicia. Benson la arrastró hasta un sofá deformado en el centro de una sala oscura, tan solo iluminada por una vela medio consumida, y le puso un plato de gachas frías delante junto a una jarra de cerveza agria.

Alicia engulló la comida sin fuerzas, pero con prisa. Le sabía insípida, fría y le apelmazaba el paladar, se pegaba a sus encías y se agarraba a la parte baja de sus muelas, costaba que pasara por el esófago, pero en el estómago, calentaba.

—¿Vas a contarme dónde has estado? —preguntó Benson cuando terminó de rebañar el plato. Alicia sacudió la jarra de cerveza para ver si caía alguna gota más de alcohol que la sumiera en un sopor un poquito más profundo, pero estaba seca.

—Buenas noches, Benson.

Se levantó con los huesos agarrotados y esa sensación de nocturnidad espesa que la arropaba, a ella y a los que la vida golpeaba, y abandonó a Benson sin contestarle ni mirar atrás. Dejó en el salón/cocina al hombre que la había recogido de los charcos de la inmundicia en los que mendigaba cargada con miseria, pobreza y hambre hacía ya unos años y la había criado cuando apenas pesaba un poco más que las gallinas que desplumaba.

Subió unos escalones de madera hueca que absorbían el peso de sus pies y cruzó un pasillo de maderas agujereadas con el eco de las goteras acechándola desde las esquinas del techo. Llegó hasta su habitación y abrió la puerta. La recibieron ruidos en la oscuridad, aullidos de borracho desmayado y ladrones en la noche. Por una de las ventanas en las que la cortina estaba mal corrida se colaba una claridad onírica, casi fantasmal, que llegaba a iluminar partículas de polvo en el aire y las sombras del poco espacio del que disponía.

Cenizas en la nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora