31: Pisadas incongruentes por calles desoladas

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Nix esperó hasta estar a solas en su palacete. Durante el camino de vuelta, mientras dejaba a Alix averiguar las coordenadas con la voluble promesa de que "conocía a alguien", se olvidó de fijarse en los animales que le perseguían a ras del suelo y elevándose por encima de su cabeza. Llegó un momento que no captó en el que la mariposa y el zorro se separaron, y la mariposa acompañó a Alix y Elisa, mientras que el zorro se escurría entre los matorrales, persiguiéndole.

Se encerró en el palacete, en la mesa de escritorio con los dibujos amontonados unos sobre otros, y sacó la hoja arrancada del bolsillo de su gabardina. La extendió sobre la mesa y la alisó con el filo de la mano para eliminar las arrugas.

Fue la disposición de los versos lo que le hizo darse cuenta de que era una profecía. Las letras empezaron a emborronarse en los perfiles de sus ojos, diluyéndose en el aire. No supo si era él o el papel el que le ofrecía esa visión, si era la congoja que se le había agarrotado a los dientes o una maldición destinada a repudiar a ojos no deseados lo que hacía que los versos de la profecía se tacharan solos, se torcieran y giraran.

Pero entre los movimientos de naufragio de su visión, fue capaz de permanecer quieto el tiempo suficiente para susurrar con prisa las doce frases que se entrelazaban con letra cursiva sobre la superficie del papel.

Esa noche, sintiendo que la existencia misma era demasiado para él, pecó de humanidad.

***

Estaba junto a cuatro jarras de cerveza vacías, con la espuma de una quinta, recién servida, burbujeando a su lado. Tenía los brazos cruzados, vestía de negro, y la cabeza le pesaba tanto que a veces se caía por su propio peso. Pese a llevar varios mililitros de alcohol encima, seguía serio, aunque por el subir y bajar de su cuello, Alicia dudaba de que siguiera sobrio.

Cuando lo encontró emborrachándose en la taberna en la que le vio por primera vez, creyó que era una especie de deja vú alterado. Sin embargo, cuando se sentó a su lado, no cabía duda de que era Nix el que se amontonaba tras cristales sucios en el rincón más oscuro de una de las tabernas más malolientes y sucias —y por tanto baratas— de Londres.

Él no la miró cuando se dejó caer en el taburete de al lado y le miró de reojo. Había abandonado sus ropajes femeninos de aquella mañana y se ocultaba con una capucha el pelo.

—Ismael, un whiskey —pidió, levantando dos dedos.

El tabernero se acercó con mala cara y desconfianza.

—¿Y quién va a pagarlo?

Alicia inclinó la cabeza hacia Nix, que finalmente se dio cuenta de su presencia, y la miró mientras deslizaba un dedo por el borde de una jarra vacía. Llevaba un anillo de plata. Sus ojos enfocaron despacio. Tenía las cuencas enrojecidas y los capilares hinchados. La tormenta de sus pupilas parecía dispersa, y los lunares de su rostro se movían en eses.

—Yo, y que sean dos —aceptó, con las des dispersando las palabras y la voz ronca. Emitió una risita al escuchar su propia voz.

Ismael se marchó a por los vasos y volvió dos minutos después, con un líquido ambarino agitándose contra las paredes de cristal como las olas del mar un día de naufragio. Los vasos cayeron contra la mesa, uno al lado del otro, y tintinearon como monedas antes de quedarse sin inercia. Nix cogió uno de los whiskeys y se lo bebió de un trago mientras sacaba dos monedas de su abrigo. Dejó el vaso vacío sobre la barra con un golpe sordo y un suspiro.

—Que no paren —ordenó, con debilidad, e Ismael se volvió a marchar.

Alicia cogió su vaso y le dio un sorbo. Miró a Nix con los antebrazos sobre la barra.

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