11: Música de metal

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La estación estaba casi desierta. Los trenes traían a gente dormida y acunaban a los del turno de noche hacia una realidad dolorosa en la que su rutina estaba prehecha y su único consuelo; la muerte. Los vagones se arrastraban por los raíles sonámbulos y chillaban contra el metal que les guiaba por la oscuridad semi perpetua. Las chimeneas bufaban de rencor y dolor por arrancarlas de su letargo y su único descanso entre turnos hacia una pesadilla repetitiva. Eran las tres de la madrugada y los revisores miraban con malos ojos a los cuatro críos a los que ya habían llamado la atención seis y dos horas antes.

—Oigan, o cogen un tren o se marchan de aquí —les había advertido un hombre que les masticaba las letras y olía a sudor.

Nix contestó antes de que ningún otro pudiera hacerlo.

—Verá, señor. Mis primos, mi hermana y yo esperamos a nuestros padres. Nos dijeron que llegaban hoy, pero olvidaron mencionar la hora, y me temo que llevamos desde esta mañana esperándoles a la espera de que aparezca su tren. Nos han dejado con una amiga de la familia a la que en el último minuto y en el momento menos indicado le ha surgido un imprevisto familiar y ha tenido que marcharse sin demora. Solo estamos nosotros para venir a recogerlos. Si molestamos y no hay más remedio nos iremos... —intervino. Sus amigos le miraron con distintos pensamientos socorriéndoles. Alicia pensaba en que nunca había visto a nadie que no hubiera sido criado en las calles mentir tan bien. Elisa opinaba que aquel hombre era un embustero del que no se podía fiar y que solo estaba ahí para proteger a Alix de tan poca agraciada compañía, y Hudson admiraba la red de mentiras y telarañas que Nix acababa de inventarse, con admiración.

El revisor los miró con suspicacia, probablemente pensando en el poco parecido que tenían unos con otros, y volvió a masticarles las letras.

—Quédense hasta que lleguen —masculló.

Pero a las dos de la madrugada y a la vista de que no habían salido de la estación en todo el día y no tenían previsión de hacerlo pronto, un revisor distinto, más joven y aburrido, se les volvió a acercar.

—Oigan, deben marcharse o coger un tren —les advirtió, medio somnoliento, como si le hablara a algo que supiera que no estaba ahí. Nix se preguntó si les enseñaban las mismas frases para los morosos y sin techo a los que veían rondando por la noche o por el día en los cursillos exprés.

Suspiró, exasperado, y clavó su mirada en el revisor de apenas uno o dos años mayor que Hudson.

—¿Cuántos boletos he de pagarle para que nos deje permanecer aquí hasta las cuatro?

—¿Hasta las cuatro?

—De la madrugada. Quedan un par de horas, por si no sabe leer la hora.

El revisor se puso lívido y miró a ambos lados, a dónde un revisor más viejo le miraba, probablemente su maestro, esperando que hiciera negocio o que los mandara a tomar viento. Contó con la mirada cuántos eran.

—Ocho boletos —decidió.

—¿Ocho? —interrumpió Alix—. Pero si somos cuatro.

Nix ignoró al muchacho y su educación ingenua e inocente y le dio el dinero al revisor. Volvió a apoyarse contra la pared.

A las tres de la madrugada, Elisa se había sentado en un banco de la estación y dormía sin importarla babear. Alix se había sentado con ella y fingía estar pendiente mientras mantenía los ojos cerrados. Solo Nix y Alicia, acostumbrados a la noche y a mantenerse despiertos entre las penumbras y a solas, mantenían el estado de vigilia.

Alicia se sentó al lado de Nix, en el suelo cerca de una columna. Observaba el túnel por el que desaparecían los trenes que venían y se iban y la claridad vaporosa que se colaba por él. Se quedaron callados, con el traqueteo y la vibración de los raíles y los trenes ahogándolos en una sopa de sensaciones.

Cenizas en la nocheWhere stories live. Discover now