Prólogo

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El fénix de aura roja y llamas latentes se convirtió en un humano adolescente cuando aterrizó sobre la plataforma blanca. Tenía la tez pálida y los brazos largos. Los ojos candentes y una mirada anciana. Apenas aparentaba más de dieciocho años, pero todos los ahí reunidos sabían que aquel chico tenía más de doscientos.

El Consejo le esperaba reunido alrededor de una esfera de madera en la que se dibujaban los países y continentes de la Tierra. Los nueve consejeros, ancianos en su mayoría, de ojos apagados y piedras preciosas, pómulos alisados y batas del color de sus auras, miraban a Nix con impasibilidad, y él los miraba a ellos de la misma forma. Su ropa, negra, destacaba contra las columnas y el suelo de mármol claro y pulido.

Hincó una rodilla delante de los Consejeros y agachó la cabeza en señal de respeto. Se levantó viento entre las nubes sobre las que se posaba el Partenón que agitó su gabardina.

—Puede levantarse —ordenó Tanths, el más anciano de los consejeros. Sentado en medio de todos ellos, todo él era blanco. Sin pupilas en los ojos. Su aura, escondida, se reflejaba en su túnica de perla.

Nix se incorporó y los miró a todos, uno a uno, como un héroe caído en desgracia que aún conservara algo de dignidad. Supuraba un brillo grisáceo. Si bien su aura era roja, era la única criatura que vivía entre los Cielos que no se vestía acorde a ella en público. En cambio, todos sus ropajes eran negros.

—¿A qué me han llamado? —cuestionó.

El pelo, aunque engominado, no había podido vencer a un único rizo oscuro que se balanceó sobre los ojos color tormenta de Nix. Las constelaciones de su rostro, que los mortales confundían con lunares, se enredaban alrededor de este. Algunas estrellas se movían esparcidas por el resto de su cara.

—Tenemos una nueva misión para ti, Fénix —contestó Sinkas. La miró girando la cabeza. De piel caoba y pelo nocturno, marino, enredado entre su cabello, aquella mujer tenía los ojos y los ropajes violetas, y Nix apreció que le había llamado por su nombre oficial.

—En la Tierra —continuó Gerds. Era una mujer de pelo, ojos y vestimenta verdes, del color de la hierba en primavera, que se erguía recta en su asiento.

—¿Cuál es el objetivo? —preguntó.

—Se llama Alix Hudson. Tiene diecisiete años —respondió Bloms. Nix observó el archivo que leía. Bloms iba un paso más allá y todo él era del color de su aura: un completo azul oscuro del cielo nocturno o las profundidades de un océano.

—¿Por qué es importante? —inquirió. Su voz sonaba rasgada.

Los nueve Consejeros se miraron entre ellos. Nix pudo saber, por cómo aumentaba el brillo de sus ojos, que se estaban comunicando telepáticamente. Y que no iban a decírselo.

—Es información clasificada —informó Raymps. De voz de crepitar de fuego, de pelo, ojos y vestimenta naranja. Un naranja intenso, parecido a las tonalidades que adquiría un incendio que crecía y crecía. Descontrolado y mortal.

—¿Y por qué yo?

—Eres el mejor —afirmó Terrls. Su pelo, del color del barro, se confundía y se mezclaba con el color de su piel y ropa.

Pero Nix dudaba de que esa afirmación fuera cierta. Era la primera misión que le encargaban en cuarenta años, la primera desde que el final de la última se había descontrolado. Sin embargo, no lo puso en duda.

—Entonces Alix Hudson. Diecisiete años. Información clasificada. Enviáis al mejor. Debe ser importante —enumeró, clavando su mirada en los ancianos del Consejo. Odiaba que le ocultaran cosas.

—Lo es —determinó Negren.

De todos los ahí reunidos, era al que Nix más temía. Se fundía con las sombras y todo él era negro. Desentonaba entre el blanco del Partenón, pero era capaz de pasar desapercibido al mejor rastreador de las Criaturas. Entre las nubes se rumoreaba que era capaz de transportarse por las sombras. Nix no dudaba de ello. Apenas era capaz de mirarle a los ojos plagados de tinieblas, penumbras y miedos durante más de dos segundos, y su voz, que casi no sonaba, retumbaba por toda la habitación cuando hablaba. Como si la oscuridad a la que sonaba se comiera todos los demás ruidos y los sustituyera por el suyo.

—¿Cuándo? ¿Y dónde? —cuestionó, mirando hacia los dos únicos miembros del Consejo que aún no habían hablado. Tenían la molesta costumbre de turnarse y contestar cada uno una vez hasta que todos hubieran dicho algo.

Esta vez le llegó el turno a Yellh, una mujer de cuencas amarillas y tez rosada que hablaba con rayos de sol.

—Londres. Uno de septiembre de 1899.

Nix se permitió sonreír. Londres era su ciudad favorita. De noche podía recorrer los tejados mientras corría contra las farolas que se apagaban manualmente hasta llegar al Big Ben y escuchar las campanadas que marcaban el inicio de la madrugada. Podía fundirse en las sombras y fingir ser un caballero. Había peligros ocultos en el Londres oscuro y nocturno, peligros que le conferían cierto romanticismo atrayente. Londres olía a caballos, sudor y mugre, pero también a humo, lluvia y tierra.

—¿Cuánto tiempo?

—Lo sabrás cuando llegue el momento y hayas cumplido la misión. Tendrás veinticuatro horas para marcharte una vez recibas la señal, como siempre —contestó Riox. El color de su aura era rosa y sus ojos cuarzos brillantes.

—¿Identidad?

Entre las manos le apareció el archivo que Bloms había estado ojeando previamente. Ahí dentro estaba su nueva identidad, diseñada para que los humanos, criaturas escépticas y desconfiadas, aceptaran su existencia sin sospechas ni suspicacias, y todo el informe que le podía ser revelado sobre Alix Hudson. Abrió la primera página, en la que estaba su nuevo pasaporte, y la ficha que le haría construir los cimientos de su personaje. En realidad, tan solo era información burocrática. Absolutamente todo dependía de Nix y de cómo actuara. La personalidad que decidiera adoptar, reciclar o usar dependía de él. Si era tan bueno en las misiones con mortales era porque siempre usaba la suya propia.

Si las cosas acababan mal, también era por eso.

—¿Cuándo parto?

—Ahora —dijo Tanths. El anciano del Consejo y el primero en hablar movió la mano y con ella el globo terráqueo, situado en mitad de la sala y enfrente de Nix, empezó a girar. Cuando la isla de Gran Bretaña apareció delante de él, desapareció comido por la luz rojiza de la esfera y se esfumó de la sala del Consejo como si jamás hubiera estado ahí.

Apareció en el puerto de Londres una vez había anochecido, pasada la medianoche. Las nubes cubrían el cielo y solo las farolas iluminaban las caminatas. A su lado, pescaderos, marineros y piratas disfrazados se paseaban por las tablas de madera enmohecida. Gritos sobre información de ventas de pescados, proposiciones de muchachas con ropa ligera y taberneros echando a clientes demasiado borrachos llenaban el ambiente.

—Bienvenido a Londres —sedijo a sí mismo. Enfiló una calle cualquiera y empezó a caminar hasta perderseen la noche.

Cenizas en la nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora