15: El silencio de los instrumentos muertos

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El coche les dejó justo delante y se marchó después de que Nix le pagara la travesía y la propina. Alzándose enfrente de ellos, se les apareció Tryamo Music Store. Era una de esas tiendas que se habían inaugurado viejas y que no se volvían jóvenes con el tiempo. El escaparate acumulaba un polvo rojizo en las esquinas y se iba volviendo transparente de afuera hacia dentro, dejando un círculo de claridad sucia en el centro por el que se podía ver una guitarra polvorienta, un suelo de madera gris y un piano en declive.

En la puerta, en letras rojas y descorchadas, se podía leer lo que antes había sido el nombre completo de la tienda delante de un cristal de un blanco opaco y figuras romboides.

El valiente que se atrevió a ser el primero en entrar a esa guarida de las reliquias musicales y las notas suspendidas en el tiempo y el espacio que llenaban las partículas de polvo fue Nix, con el brazo por delante y una capa echada por encima de la gabardina, porque empezaba a ser tarde y el polvo hacía que le picaran los ojos.

Una campanilla resonó en la sala cuando abrió la puerta y acompañó al chirrido del suelo. Los rayos naranjas del atardecer se colaban por la ventana obnubilada y hacían relucir las partículas de polvo y la madera de los instrumentos, que se volvió clara.

—¿Tryamo? ¿Está usted aquí? —preguntó Elisa al viento enmohecido.

Hubo unos segundos de silencio, pero después de siete se escucharon ruidos en la trastienda, como si una montaña de cosas pesadas se hubiese caído al suelo. Se levanto una nube de humo y polvo desde un agujero con forma de puerta situado detrás del mostrador y un hombre salió tosiendo. Cuando se disipó el polvo, el hombre empezó a adquirir rasgos. Primero apareció una mano huesuda con venas hinchadas y verdosas que aparecían como barrotes de metal clavados a sus uñas. Después, una manga remangada que dejaba a la vista un brazo que se agitaba, delgado y peludo. Luego vino una barba blanca, recortada, en la que se escondía una boca negra y unos dientes amarillos que tosían sin parar, y más arriba unos pómulos chupados. Algo más elevados, unos ojos azules, enfermizos, demasiado claros como para ser los de un hombre sano, como si el blanco de las córneas se difundiera hacia él y se mezclara con los tintes que lo formaban. Era un azul de esos de los que se ponía el cielo cuando no había nubes ni humo y acababa de amanecer, oculto por sus propias nubes de pelo y cejas rubias que aún no habían envejecido. El pelo era una maraña de nudos y calvas que se deslizaba por una cabeza abrillantada tratando de que no se transparentara demasiado.

Tryamo sacudió el brazo una última vez para espantar la nube y volvió a toser. Miró hacia sus nuevos clientes, que se habían quedado quietos delante de la puerta, y se percató de la presencia de Elisa, su vestido de rosa pastel, su pelo dorado, sus ojos de un azul oscuro, y una sonrisa que por primera vez no parecía ser condescendiente.

—¡Señorita Hampton! —exclamó el dueño de la tienda. Salió de detrás del mostrador y se acercó a ella con los brazos en alto y una sonrisa desdentada—. ¿Qué la trae por aquí?

Sus ojos enfermos rebotaron sobre los otros tres jóvenes, de sonrisa, en seriedad, en indiferencia. Todo un enigma de variopintos que habían decidido unirse y entrar en su tienda. Se detuvo especialmente en Alicia, como si la sensación de que había algo mal en ella le azotara la mente, pero no supiera dilucidar qué era exactamente. Sus ojos y la suavidad de sus pómulos a la luz del día la delataban y quedaba patente qué era lo erróneo en su imagen. Sin embargo, su sonrisa fiera y su pose desafiante, como si le retara a llevarla la contraria o decir una sola palabra en su contra, hizo que la pasara de largo y volviera a fijarse en la joven correcta que sí conocía.

—Venimos por un misterio, Tryamo. Una aventura —susurró Elisa, como si le confiara un secreto y para apartar su concentración de la otra chica.

Cenizas en la nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora