41: El juicio del Consejo

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Hacía mucho que Sinkas no veía a Nix. Desde que le había arrebatado los recuerdos del libro Sobre Leyendas y Mentiras, manual del Cielo y sus Criaturas y se había evaporado. Ahora estaba en su palacete, en su sofá, con los brazos estirados por encima de los cojines y observando las murallas erigidas por libros, esperándole. Sin embargo, había algo extraño en el ambiente. O más bien, una falta de algo.

Cuando se dio cuenta de que en el palacete faltaba la energía de su habitante, Sinkas se levantó de golpe. El palacete pertenecía a los Cielos, pero cada vez que una Criatura tenía que habitarlo, transfería parte de su energía vital al edificio. Sin embargo, esa energía, ahora, había desaparecido.

Y Nix con ella.

Se evaporó en el aire, rumbo a los Cielos, en cuanto se dio cuenta. No había nadie en el Partenón cuando apareció en la sala, mareada por el viaje. Eso le daría tiempo para hacer lo que tenía que hacer.

Sinkas se giró hacia el globo terráqueo tallado en madera del centro del Partenón y colocó las manos a su alrededor. Echó la cabeza hacia atrás y empezó a murmurar en Exactam hechizos incomprensibles.

Phienix, cá vhfuil tú? Spiorad an té a dtugan siad Phienix air ajairt orm. Phienix, cá vhfuil tú?

Las cuencas de los ojos se le tiñeron de blanco y empezó a sacudirse, como si miles de calambres le recorrieran el cuerpo. De la punta de sus dedos salieron virutas de humo violetas que primero rodearon toda la esfera del globeo terráqueo, y que luego se reunieron en el mismo lugar, sobre Londres.

De repente, Sinkas se encontraba sobrevolando la ciudad. Se miró las manos, semi transparentes. El hechizo había funcionado. Su espíritu estaba sobrevolando Londres, a la busca del de Nix.

Pasó por encima del Támesis, rozó con la punta de los pies el Big Ben y pasó por alto Hyde Park. El instinto le hizo atravesar el Puente de la Torre y descender por los cables. Se internó en el interior de las torres. Había beefeaters vestidos de rojo y negro en las entradas, custodiando unas escaleras oscuras que daban la impresión de descender hacia el centro de las entrañas de la Tierra. Sinkas descendió sin que notaran su presencia. Sus pies descalzos se posaron sobre la piedra fría de los escalones. No hizo ruido mientras bajaba, con la única iluminación de una llama violeta en el centro de su palma.

Dio vueltas sobre la misma columna de mármol mientras descendía, hasta que llegó a un suelo liso y recto. Un pasillo estrecho se alzaba ante ella, y las paredes, apretadas unas contra otras, estaban agujereadas por barrotes y celdas en penumbra desde la que salían lamentos y rugidos de condenados. Había al menos doce celdas, pero solo tres ocupadas. Sinkas, aún invisible, echó un vistazo a uno de sus interiores. Un hombre enjuto, barbudo y encogido sobre sus propios huesos sin carne se abrazaba sus propias rodillas en una esquina de la celda. Una de sus manos, la que le tapaba los ojos, estaba despellejada. Tenía bultos negros en las extremidades y los nudillos daban la impresión de que iban a desgarrar la piel y salir a la superficie en cualquier momento. Las venas se marcaban sobre sus brazos, azules e hinchadas, como mapas de un río y sus salientes.

Sinkas tuvo la impresión de que aquel moribundo había notado su presencia cuando se apartó la mano de la cara y miró hacia donde estaba. Comprendió el por qué cuando abrió los ojos y solo vio dos cuencas blancas y veladas, sin iris ni pupila. Era ciego. Había aprendido que los ciegos, a falta de vista, desarrollaban un instinto hacia las cosas sobrenaturales que no estaban. De alguna forma, Sinkas supo que le habían quemado las retinas.

Se apartó de los barrotes y continúo su camino. La puerta del final del pasillo, que no tenía barrotes, sino que era sólida y de madera, la llamaba.

Cenizas en la nocheWhere stories live. Discover now