29: Siete Cuervos y siete trozos de hielo y sangre

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Sinkas desapareció de la casa de Nix. Se sentía culpable por haber usado sus poderes en él, mas no podía haber hecho otra cosa. Tampoco podía haberle dejado con el libro. Corría el riesgo de que lo volviera a leer. Que lo hubiera tenido en su poder, aunque fueran horas, significaba peligro.

Apareció en la sala principal del Partenón. Tanto blanco y azul brillante le hizo daño a los ojos. Los entrecerró. Los viajes a través del Globo Terráqueo siempre la dejaban algo traspuesta y confusa. Por eso tardó en darse cuenta de que no estaba sola.

Una mancha negra se movió por el espacio. Antes de percatarse de ello, Negren ya estaba delante suya.

Sinkas pegó un bote hacia atrás, pero en seguida se puso seria. Miró a un punto encima del borde de la oreja de Negren. Sus ojos sin fondo la plagaban de temores.

—¿Qué quieres, Negren? —le preguntó.

Escuchó su voz en su cabeza, susurrándola.

—Últimamente visitas mucho la Tierra.

—No es asunto tuyo.

—Pero sí lo es a quién visitas.

El siseo de la ese final se extendió hacia ella, una especie de caricia fría en su nuca. Se quedó callada.

—¿Has averiguado algo sobre Fénix? —inquirieron los susurros dentro de ella. Sinkas se estremeció, pero se mantuvo firme.

—Nada.

Negren se acercó más a ella, hasta el punto de que la bruma que se deformaba y se rompía como hilos que se movían con su respiración le acariciaron la piel desnuda. Sentía cada roce como un latigazo que la dejaba sin aliento. La mano de Negren se alzó de entre los pliegues de su túnica y le rodeó el cuello con suavidad, con una caricia firme, como si sostuviera una cría de pájaro entre sus dedos. Sinkas levantó la barbilla para evitar su contacto helado, pero la escarcha se expandió desde sus dedos sin que pudiera evitarlo, congelándola la garganta, como si la envolviera una jaula de barrotes de hielo oscuro. El calor caoba de su piel se vio eclipsado por la completa penumbra de las tinieblas de Negren.

—Mientes —le espetó el Consejero. No podía hablar, pero sentía como le arrebataba el aire desde lo más hondo de sus pulmones—. Puedo olerlo.

Empezó a rasgar la mano que la envolvía, pero cuando llegaba hasta su cuello no tocaba nada más que su propia piel. Aun así, siguió luchando, clavándose sus propias uñas en la garganta.

—Suéltame —masculló sin aire.

Sintió como la presión de su cuello remitía. Cayó de rodillas sobre el suelo y empezó a toser. Escupió siete trozos de hielo y sangre que le abrieron la garganta entre convulsiones. Arriba, Negren seguía observándola, y detrás suyo se observaba el color del cielo celeste, pincelado por algodones blancos que enmarcaban su aura podrida.

Sinkas usó su propia energía para curarse. Las heridas por las que goteaba sangre de su garganta empezaron a cicatrizar, dejando tan solo surcos y gotas carmesíes sobre su piel oscura.

Negren se agachó delante de ella y clavó una rodilla sobre el suelo de mármol blanco. Le acercó un dedo al mentón y se lo levantó, de forma que sus ojos le miraran.

—Sé que escondes cosas, Sinkas. —El susurro de su nombre parecía una amenaza—. Recuerda que la traición y la conspiración se penan con el destierro, Criatura.

Esa última palabra fue escupida con desprecio, insultante. Sinkas decidió que ya había sido suficiente. Sus pupilas empezaron a teñirse de violeta, y a la orden de un rugido, de su espalda se despegó una Pantera del mismo color que su aura. Su animal se abalanzó sobre Negren, y antes de poder actuar, tenía a la Pantera encima, con los labios replegados en un gruñido, su pata delantera oprimiéndole el pecho y baba cayendo sobre él.

Cenizas en la nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora