34: El destino tiene forma de gorrión

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Elisa daba vueltas en su cuarto como un tigre enjaulado. El dosel de la cama yacía en el suelo tras un arrebato de ira que lo había pagado su tela desgarrada y arrugada. Los candelabros, útiles de escritorio, papeles, tinta, plumas y todo lo que estaba al alcance de la fiera había sido arrojado, destrozado, roto, partido e, incluso, había sido usado para amenazar con una posible muerte si no la liberaban. Lo único que permanecía en su sitio eran tres nuevas incorporaciones de última hora, tres dibujos al carboncillo que habían sido depositados en el escritorio, el único mueble no volcado, y se habían detenido sobre la madera con delicadeza y cariño. Todo lo demás había volado por el aire.

Pero la carcelera se había alejado de la jaula de oro y no la prestaba atención, consciente de que más pronto que tarde, la pequeña fierecilla encarcelada acabaría agotándose y se rendiría a su inamovible destino.

De hecho, a la joven ya le empezaba a doler la garganta de los gritos con los que se la había desgarrado, tenía los nudillos rojos y ablandados por los golpes contra la puerta, astillas en la piel por las arremetidas, y se había roto un par de uñas al tratar de arrancar los barrotes de acero recubierto con una costra de óxido que vigilaban la salida de la ventana, como beefeaters en sus puestos.

Al final, se rindió. Cayó sobre la cama, sentada en el borde del colchón, pues también había sacado hasta el último trozo de tela que la cubría y ahora decoraba el suelo como pedazoas de una alfombra demasiado finas. Elisa empezó a llorar con las palmas de las manos tapándole el rostro. Notaba cómo las lágrimas calientes se deslizaban por las líneas de su mano, trazando un destino, susurrándola el provenir ahora que el llanto no la permitía escucharlo.

Por eso, quizás, no se fijó en las sombras de bruma que reptaban entre los barrotes de la salida y que se deslizaban por debajo de la ventana, escurriéndose al ras del suelo hasta que se condensaron en un joven de pelo rubio y ceniciento, casi blanquecino, ojos de petróleo líquido, y traje negro.

—¿Por qué lloras, querida? —le preguntó la aparición.

Elisa levantó la cabeza sobresaltada, y se secó las lágrimas con presteza cuando identificó a su interlocutor. 

—Griffin. 

El aludido saludó con la cabeza. Elisa hizo un gesto con la mano, como si quisiera abarcar toda la habitación destrozada.

—Lloro porque ahora soy un animal encarcelado, relegado a un mono de feria. O peor aún; un títere al que obligan a moverse a patadas.

No tenía ni siquiera fuerza para escupir las palabras con odio. Las letras se quebraron en su garganta y salieron rotas de sus labios.

Griffin echó un vistazo a la habitación. En cualquier otro momento, a Elisa le habría avergonzado que sus vestidos estuvieran desparramados por el suelo, los armarios vacíos y abiertos de par en par, y los cajones con su ropa interior volcados y del revés, pero cosas como su apariencia, la impresión que daba, o como la veían los demás habían dejado de importarla. Es más; se había propuesto a sí misma ser, a partir de ahora, la persona más cruel, desagradable y horrenda de la alta cuna. Diría palabrotas, trataría con bordería a la gente, dejaría de arreglarse y miraría con repulsión a su "prometido", otro tipo de carcelero con un envoltorio tan solo algo más bonito.

—¿Es cierto lo que he oído de que te marchas? —inquirió Griffin, sin mostrar si todo aquello le resultaba bien o mal, pero con un tono más dulce de lo habitual, como si supiera que cualquier signo de hostilidad pondría a la joven en su contra.

—En contra de mi voluntad, sí. Me transfieren de cárcel.

—Entonces, antes de que te vayas, debes decirme que habéis averiguado sobre las últimas pistas. ¿Cuáles son? Debes contármelo.

Cenizas en la nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora