44: El infierno en el que te crearon

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Nix despertó desorientado en un lugar aún más oscuro de lo que le parecía el interior de sus párpados. Comprendió que había llegado el amanecer, y con él, el fin del hechizo de Sinkas y el regreso a la jaula en el laboratorio de Griffin.

—¿Nix? ¿Por qué has vuelto? —inquirió una voz que se le aparecía borrosa.

Nix, pese a la claridad de sus ojos cerrados, se esforzó en abrirlos. No le había dado tiempo a sanarse en la noche que había estado libre, y su magia y su energía aún no se habían recuperado. Aunque el hielo a través de sus venas no le dolía tanto, sabía que solo era cuestión de tiempo que le doliera aún más.

Distinguió las plumas del nuevo cuerpo de Elisa a través del velo que intentaba formar con sus pestañas.

—El hechizo solo duraba una noche —explicó.

—¿Y a dónde has ido?

Nix tragó saliva y trató de detener la cinta de recuerdos pasados como fotogramas borrosos a toda velocidad. Pudo distinguir un beso, el sonido asfixiado de las ropas cayendo al suelo, trozos de piel desnuda y vistazos a una ventana desde la que se colaban dos tipos distintos de luces. En todos esos retazos y sinestesias arrancadas dos ojos verdes olían a aceite.

—A casa.

No pudieron seguir hablando. Se escuchó un chirrido y la puerta del laboratorio se abrió con pesadez, levantando miles de partículas de polvo alumbradas por la luz de las lámparas de aceite a su giro.

Los mechones rubios de Griffin, desordenados y aplastados contra el cráneo, como si se los acariciara de forma estresante a cada minuto, fueron lo primero que se vio de él. Le siguió un temblor, un tic, un vistazo a sus huesos y a una cabeza de águila peinada de blanco, y luego todo volvió a la normalidad como si nunca nada hubiera sucedido.

En cuánto Griffin alzó la cabeza y se fijó en un Nix tirado de las muñecas sonrió. Otra vez esa sonrisa qué se te metía por dentro de la piel y te cosquilleaba malas premoniciones.

—Estás despierto —siseó—. Bien.

Se acercó a los barrotes de la jaula y chasqueó unas garras de obsidiana. El sonido que emitió no fue tanto un chasqueo como un ruido escalofriante, más parecido a la fricción de una tiza contra la pizarra que a carne contra carne. Fuera como fuera, los grilletes que aprisionaban las muñecas de Nix y le torturaban desaparecieron, esfumándose en el aire. De repente, los latidos de su corazón parecían hasta insuficientes.

Los brazos de Nix cayeron sobre el suelo de la celda como si fuera un títere de madera al que hubieran soltado las cuerdas que le sujetaban los brazos. Consiguió incorporarse entre resuellos, y se sentó con las piernas cruzadas. Sabía que no conseguiría nada intentando liberarse de la jaula. Seguía muy débil y aprisionaba a su aura.

—¿Por qué me has soltado? —inquirió Nix.

—Porque te necesito lúcido para lo que voy a preguntarte.

Griffin empezó a pasearse por el laboratorio, dando vueltas alrededor de su celda, como solía hacer cuando quería dar algún discurso. Por suerte, ahora Nix podía girarse y observar su recorrido con la mirada. Cuando llegó a las estanterías repletas con la colección de órganos tan solo paseó la mirada por los frascos. No delató a través de su mirada si le impresionaban o le asqueaban. Supuso que era su botín de sus años como Destripador.

—¿Y qué es lo que quieres de mí?

Griffin volvió a la parte delantera de la jaula y sonrió de esa forma pérfida y negra que parecía gotear petróleo.

—Quiero que te unas a mí.

Nix no tuvo que pensárselo.

—No.

Cenizas en la nocheWhere stories live. Discover now