14: Una lágrima de sal y olvidos

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El sol estaba alto y había pasado el mediodía cuando se reunieron en la casa de Alix, en el subsuelo de su laboratorio. No había ventanas por las cuáles podría colarse algún rayo de sol, tan solo bombillas anaranjadas y velas verdes que luchaban por imprimirle al laboratorio una luz cálida o podrida, fantasmal. Por ahora, la fantasmal ganaba. Nix sintió algo diferente a lo que había sentido la vez anterior, como si hubieran añadido algo que antes no estaba. Una especie de presencia que le cosquilleaba la piel de los brazos y le martilleaba el oído con la sensación de que estaba pasando algo por alto.

Observó toda la sala, pero no encontró nada. Todo parecía normal y sin embargo la sensación no desaparecía. Se preguntó si sus sentidos empezaban a fallarle o si tanto metal interfería en ellos. No dijo nada y se separó de las escaleras.

Cuando Elisa llegó al final de estas, un escalofrío se escurrió por su espalda.

—Odio este sitio —masculló.

—Pues a mí me gusta. Es pintoresco. —Alicia sonrió al decirlo. Un extremo de sus labios se separó, mostrando un colmillo puntiagudo que la luz podrida alumbró. Los rincones del laboratorio estaban cubiertos de humedad y por las paredes de piedra reptaba moho—. Aunque huele a muerto.

—¿Podemos centrarnos en la caja de música? —murmuró Alix. Se le revolvían las tripas al escuchar hablar de cualquier cosa muerta y sus equivalentes, pero había pasado tanto tiempo ahí abajo que el olor se mezclaba en sus fosas nasales y pasaba desapercibido.

—¿La tiene? —inquirió Nix. Hudson asintió. Se acercó por el laberinto de mesas esquivando cementerios de piezas desechadas e inventos cuyo cableado se había suicidado y había tenido que enterrarse. El sótano entero parecía una necrópolis de metal reutilizado e inventos rotos.

—Aquí. Acercaos.

Sacó de un cajón la bailarina con el vestido azul. La porcelana blanca de su piel y sus extremidades se volvían anaranjadas cuando chocaban con la luz. El extremo del brazo roto resplandecía como si estuviera cubierto de cristales brillantes. 

Alicia fue la primera en llegar hasta a ella. Extendió las manos como si quisiera rozarla, pero se paró a medio camino. Sus ojos parecieron volver en sí y se perdieron en el tutú azul de la bailarina.

—Perdón —musitó.

Elisa y Nix se acercaron a la mesa en la que los restos del androide que le había enseñado por primera vez descansaban con los ojos cerrados. Alix paseó la mirada por los tres y la clavó en Nix, que estaba en el medio.

—¿Has averiguado algo sobre la caja de música que podría servirnos? —inquirió él.

Alix levantó el brazo y le señaló con una sonrisa.

—¡Sí! Bueno, más o menos. Anoche la desmonté y encontré dos cosas.

Rebuscó entre la superficie de su mesa levantando papeles y manchas de grasa durante tanto tiempo que pensaron que se había olvidado de su presencia.

—¿Cuáles son? —insistió Nix.

Hudson levantó la cabeza, sorprendido, como si le hubieran encontrado in fraganti. Volvió a bajarla.

—Oh, sí, aquí están.

Abrió una pequeña caja metálica y sacó un engranaje y un trozo de papel en blanco cuya parte de arriba había sido arrancada.

—Lo encontré dentro. El engranaje me sobró cuando la volví a montar —explicó.

—¿Y funciona? —preguntó Alicia, titubeante—. ¿Se escucha?

Cenizas en la nocheWhere stories live. Discover now