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Si algo le había enseñado su padre era que, para alcanzar el éxito, había que crear hábitos. Marco se levantaba a las cinco y media de la mañana todos los días, desayunaba saludable y abundantemente, y ejercitaba en el gimnasio del edificio en que vivía. La apariencia era importante por dos motivos: primero, mejoraba la autoestima y eso implicaba que se manejara con mayor comodidad en todos los círculos en que estaba obligado a desenvolverse por su profesión. Segundo, todas las personas con las que debía codearse, desde compañeros de trabajo hasta clientes, respondían muchísimo mejor, de forma más amable y diligente, cuanto más cuidara uno su apariencia. Ni bien terminaba su hora y media de ejercicio, volvía a su casa para ducharse y arreglarse, contando con hasta la colonia perfecta para los eventos del día.

Eso no quería decir que debía ignorar su intelecto; muy por el contrario, la otra pata de las relaciones interpersonales laborales era saber más que cualquiera con quien se entablara conversación de absolutamente todo, para lo cual hacía uso de los audiolibros de camino al trabajo, mientras conducía y de la lectura en momentos libres.

Ese miércoles no hacía uso de ninguno de estos, pues le tocaba presentar una propuesta a unos clientes duros. Para su mala suerte, no había ninguna mujer entre ellos: poseía un talento natural para seducirlas y convencerlas de que en él se habían basado para crear a Don Draper.

Por cábala, decidió salir unos minutos más temprano y pasar por su cafetería preferida, la cual era pequeña y de momento no había sido descubierta por los creadores de las modas gastronómicas, aunque cada vez acudiera a ella más clientela. Aguardó con fingida paciencia en la fila hasta ser atendido, pidió un café negro sin azúcar, pagó y sonrió a la barista que le entregó su bebida. Cuando se volteó para salir, por el rabillo del ojo reconoció una cabellera naturalmente rojiza y unos labios pintados de carmesí. En menos de un segundo, vio —tal como quien enfrenta a la parca— todas las escenas que la habían tenido por protagonista. Todos los besos que le había dado, todas las palabras que le había dedicado. Su perfume penetró en sus pulmones, tal como si hubiera tenido la nariz hundida en su cuello, y en la boca sintió sus mullidos labios, tal como si la hubiera estado besando. El sueño se volvió a quebrar, como cada vez que ella volvía a su memoria, con la sensación de una estaca atravesando su corazón sin piedad ni remordimiento. Presa de un pánico que había creído olvidar, trastabilló y, culpa del instinto de proteger su traje, soltó su vaso de papel. Una muchacha saltó de su silla y comenzó a insultarlo, Marco no entendía mucho de la situación, pero necesitaba no causar un escándalo para que aquella pelirroja no levantara la vista.

La chica que había sido parcialmente cubierta de café hirviendo corrió hasta detrás del mostrador, maldiciéndolo, y se metió en la puerta que daba a la cocina. Marcó miró a través del frente vidriado del local y no notó atisbo alguno de la causante de su torpeza. Soltó un suspiro y recién ahí, cuando se relajó, vio su gran vaso volteado sobre el teclado de una computadora portátil.

—Maldita sea —bufó en un susurro—. Tranquilo, amigo, es fácil de resolver, no puedes perder la mañana en esto —se dijo sin perder la compostura.

Se acercó al mostrador, detrás del cual la vendedora lo juzgaba sin ningún tipo de disimulo, sacó del bolsillo interior de su saco una tarjeta y se la extendió.

—Me tengo que ir, discúlpame con la chica, dile que se comunique a mi oficina, así puedo reponer su portátil.

La cajera dudó en tomar la tarjeta, pero así lo hizo, permitiéndole salir corriendo de allí, al tiempo que enviaba un mensaje a Milagros, su secretaria, para que tuviera su café preparado en la oficina. Llegó a la esquina y esperó al cambio del semáforo, había dejado su auto estacionado a mitad de la siguiente cuadra.

ImpostoresWhere stories live. Discover now