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Cuando llegó a la oficina, no tuvo tiempo de tomar su café. Sin pasar por su escritorio, se dirigió a la arena, a su lugar favorito en el mundo, la sala de juntas en donde realizaban las ventas. Alcanzó a preparar el proyector y su propuesta gráfica un minuto antes de que llegaran los clientes. Como el noventa y nueve por ciento de las veces, ninguno de sus compañeros emitió sonido alguno, sus jefes sonrieron complacidos y los clientes alabaron la campaña que había diseñado. Sacó de su portafolios el contrato que tenía preparado con antelación y lo entregó para ser firmado. Otra clave del éxito que su padre le había enseñado era la premeditación, había que estar siempre preparado para cualquier escenario posible. Estrechó cuanta mano se le ofreció en la sala y se despidió, dejando a sus jefes la tarea de acompañar a los visitantes hasta la puerta de salida.

Necesitaba sentarse y tomar un café, pero con leche y azúcar. Necesitaba un minuto de confort.

Se aflojó levemente la corbata cuando enfrentó la puerta que rezaba su nombre y se dirigió a su secretaria.

—Milagros, te ruego que me traigas un café culposo y un trozo de carbohidrato cubierto de azúcar —sin esperar respuesta, entró fatigado a su oficina y se arrojó en el sillón de dos cuerpos.

Suspiró profundamente, con el rostro hacia el techo y los ojos cerrados. No eran ni las diez de la mañana y ya quería bajarse del mundo. Se irguió y vio que su café, tal como lo quería, junto con su rodaja de budín de limón glaseado lo esperaba en la mesa ratona que tenía enfrente. Su secretaria lo conocía bien, se dijo que debía hacerle un regalo.

Junto a la taza, había una pequeña nota en la que se leía "tiene mensajes". Mientras agregaba dos cucharadas de azúcar a la taza, llamó a Milagros, quien entró enseguida.

—Buen día, señor Esposito —sonrió radiante.

—Eres un ángel —le devolvió él la sonrisa, sabiendo que ese comentario la haría más feliz que perro con dos rabos.

—Por favor, señor, es mi trabajo —contestó entre nerviosa y coqueta, acomodando un mechón rubio detrás de su oreja.

En otra vida, la habría abordado. Era muy atractiva y alegre, pero la apreciaba mucho como secretaria, era sumamente eficiente. Además, tenía la vaga sensación de que ella escribía su nombre en los márgenes de su cuaderno y aquello le causaba un poco de rechazo, razón por la cual siempre había mantenido distancia.

—¿Tengo mensajes? —preguntó retóricamente, levantando el papelito y llevándose la taza a la boca para disfrutar del primer sorbo de elixir del día.

Ella asintió y tomó asiento, como siempre hacía, en una sillita baja en diagonal al sillón. Se cruzó de piernas y se sentó muy derecha. A Marco le causó ternura que fuera tan evidente la intención de su secretaria de llamarle la atención. La verdad, no era necesario tanto circo; sus piernas se lucían perfectamente debajo de su falda, cuyo largo era estratégico entre lo formal y lo sugerente, sin necesidad de que las cruzara de esa forma.

Leyó uno a uno los mensajes, mientras él engullía. Cuando nombró a "Abril", todo el cuerpo de Marco se tensó. No podía explicarle a Milagros el triste espectáculo que había dado en medio de la vía pública.

—No dijo su apellido, pero le dejó un número de celular y dejó dicho que podía mandarle un mensaje escrito en cualquier momento, pero que no la llamara —le extendió el papelito con el número—. He guardado su contacto en la agenda, por si acaso —sonrió, muy satisfecha consigo misma—. Ese es el último mensaje —declaró al tiempo que se ponía de pie—. ¿Necesita algo más?

Marco tenía la vista clavada en el papel. Algo en su estómago le decía que no lograría nada intentando convencer a la muchacha de cenar en su casa, mucho menos de preparar una cena... y la comprendía. Su presentación podría haber sido la de un psicópata sin duda. Volvió la mirada a Milagros y respondió a razón de los demás mensajes, dejando el de Abril para lo último.

ImpostoresWhere stories live. Discover now