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Era su última noche solo en su departamento. Recostado en la cama, con la vista fija en ventilador de techo, no podía dejar de pensar en que, a partir del día siguiente, tendría una mujer como compañera de piso. Conviviría con alguien por primera vez desde los veinte años, edad a la que se había ido de la casa de su madre a un monoambiente pequeño. En ese instante, pensó en lo poco que había aprovechado esa independencia. Se la pasaba mucho tiempo encerrado, ejercitando, leyendo o trabajando. Entre sus dedos, hacía girar la tarjeta de presentación que la agente de bienes raíces, Dora, le había dado. Se preguntó si había leído mal el gesto de la muchacha o su expresión a la hora de extenderle sus datos. También dudó en qué le diría si la llamaba. ¿"Te espero"? ¿"Ven aquí"? Siendo que era redactor, era irónico que no se le ocurriera una frase de invitación que valiera la pena.

Se decidió por enviarle un mensaje de texto al móvil que figuraba en la tarjeta. Eran pasadas las once de la noche; si le respondía, era una señal claramente sugestiva; si le respondía a la mañana siguiente, sabría que el único interés de la muchacha era formal.

La respuesta a su "¿Noche ocupada? -Marco, el vecino de Camila" no tardó ni un minuto en hacer vibrar su teléfono. Parecía que tenía un plan esa noche, después de todo. Mientras hablaba animadamente con Dora a través de mensajes, se debatía si invitarla o no. En circunstancias normales, prefería ir a la casa de sus citas, porque cada vez que las llevaba a su departamento, éste quedaba como arrasado por un huracán. Además, siempre intentaban llevarse un souvenir, como una camisa o una remera suya. Sin embargo, siendo que a partir del día siguiente no tendría la libertad para invitar a mujeres a pasar la noche —al menos no con la misma comodidad—, la balanza se inclinó hacia la opción A.

Dora no tenía demasiado problema y parecía que no le gustaba darle muchas vueltas a ese tipo de asuntos. Al cabo de unos veinte minutos, se encontraba cruzando el umbral de su departamento y besándole la boca como si lo hubiera hecho toda la vida.

No hubo espacio para charlas ni a Dora le interesaba conocerlo, así que, saltando todo tipo de preámbulos, le preguntó cuál era la habitación y caminó hacia ella, desvistiéndose en el proceso. Él la siguió mecánicamente y continuó los pasos del acto de la misma forma. Cuando acabó todo, la muchacha de caderas estrechas y grandes pechos se estiró sonriente, haciendo sonar su espalda, y se sentó en la cama, dispuesta a vestirse.

Marco, reclinado contra la cabecera, tapado a medias, la observó, pensando que realmente no era su tipo y quizás aquello no había tenido ningún sentido. Ella, por su parte, se alejó buscando su ropa y volvió a la habitación completamente vestida, como si no hubiera pasado nada.

—No quiero imponerme —dijo con una sonrisa—, pero si no te molesta, podría tomar una taza de café; noté que tienes una cafetera de millonario.

—Claro —sonrió él cortésmente, sintiendo la necesidad de pedirle que se marchara de la habitación para poder vestirse, cosa estúpida tomando en cuenta que acababan de conocer el cuerpo desnudo del otro.

Se puso su muda más cómoda y se dispuso a preparar el café. Dora se sentó en una de las banquetas de la isla, antes de sacar un estuche de su cartera.

—¿Cuál es la historia entre La Sirenita y tú? —preguntó sin demasiado interés real, mientras se limpiaba el rostro con una toalla húmeda.

—¿La Sirenita? —sus neuronas conectaron y asintió dándose por entendido—. Oh, te refieres a Camila. Pues, es mi ex novia, me engañó con otro y ahora se dedica a torturarme por placer —resumió, iniciando la máquina y guardando el café en granos y el molinillo a continuación.

—Ya veo, había una vibra extraña —rio, él sonrió con pesar—. ¿Es un tema sensible? Lo siento.

Marco se encogió de hombros y le pasó la taza y la azucarera. Caminó hasta el refrigerador, sacó la leche y la apoyó en la mesa, antes de sentarse frente a su invitada.

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