27.

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Para el viernes aún no había hablado con Majo, que se encerraba cada vez que llegaba o que Marco aparecía. A veces, con la excusa de que no tenía hambre o que no le gustaba la comida, no se sentaba a cenar con ellos. No le parecía tan grave el incidente como para que su hermana estuviera tan esquiva, pero decidió darle tiempo hasta el sábado. Abril iría a ver a Julia y él se quedaría solo con Majo. Tampoco había vuelto a hablar con su madre al respecto, ésta estaba negada a participar del problema, se había lavado las manos y aquello a Marco le preocupaba en demasía.

Esa tarde había salido temprano a pedido de Abril. Cada tanto le pedía ayuda con papeles, organización o el uso de algunos programas. Se sentaban en la isla, ella con un té, él con un café y pasaban varias horas con la computadora enfrente. Las demás veces lo había premiado con un beso en la mejilla o un abrazo, pero esta vez el agradecimiento constó de un beso propiamente dicho, tierno y dulce.

—Oye —lo llamó cuando él guardaba el portátil y apilaba los apuntes que Abril tomaba cuando le explicaba algo.

De inmediato supo que un pedido o un reclamo estaba en camino, pues su voz había sonado dubitativa e insegura. El la observó con una sonrisa y le hizo un gesto con la cabeza que la invitaba a continuar.

—Me gustaría que... —chasqueó la lengua y se acomodó el pelo hacia un lado—. Nada, olvídalo, no tiene importancia —sonrió sonrojada.

—No, dime —insistió él.

No se le ocurría algo que pudiera pedirle que la incomodara. Sabía que no podía ser un pedido relativo a las artes amatorias, porque había sido muy clara sobre que hasta que él no resolviera el problema con Majo no lo dejaría tocarla bajo la acusación de que era un sádico y que le gustaba torturarla.

—Pues... no sé bien qué estamos haciendo —dijo con la vista clavada en el piso y las mejillas sonrosadas—, pero... ¡sin compromiso ni presión! —aclaró mirándolo—, me gustaría que me acompañaras el domingo a almorzar a lo de mi hermana.

Él la miró sorprendido y de inmediato le dedicó una sonrisa.

—Claro que te acompaño.

Ella, roja de cuello a frente, asintió sonriente y se dio la vuelta para prender la hornalla y calentar la cena que él había preparado.

El sábado a las once de la mañana Abril ya se había ido. Majo estaba en su habitación y Marco en el sofá, viendo un documental de la Segunda Guerra Mundial. Apagó el televisor y suspiró profundamente para tomar fuerzas. Ya se había relajado bastante y el enojo era ahora preocupación por el hermetismo de su hermana. Se puso de pie y se acercó a su puerta para golpearla suavemente con los nudillos un par de veces.

Tras un "pase", abrió la puerta y la encontró tirada en la cama. De inmediato lo preocupó verla; estaba pálida y ojerosa. Olvidó la conversación y su intención de aclarar las reglas de convivencia y se acercó a tocarle la frente.

—Majo, ¿qué te pasa? Vamos, te llevaré al médico —dijo y de un tirón la alzó, dispuesto a no dejarla poner un pie en el suelo hasta llegar al auto.

—No —se quejó ella tratando de zafarse sin fuerza—, no hace falta.

—¡Pero si no puedes ni abrir los ojos! ¿Te viste? Pareces una muerta, claro que te llevo.

Ella negó con la cabeza y volvió a intentar bajarse. Marco, por miedo a que se cayera en su pobre forcejeo, la sentó en el sofá y fue de inmediato a bajar las cortinas para que la luz no la molestara.

—Majo —llamó, sentándose en la mesa ratona frente a ella y corriéndole el cabello sudado del rostro—, ¿por qué no quieres ir al médico?

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