38.

376 63 15
                                    

La había perdido en la multitud y había comenzado a llamarla al celular, pero no le había atendido. Lo había arruinado, no había podido escapar de la conversación. Se había volteado con el teléfono en la mano al sentir una mano en el hombro, para encontrarse con Gastón, quien en tono urgente lo había puesto al día con los sucesos de la noche. Le había asegurado que Abril había salido por la puerta principal, cosa que corroboró al retirar su abrigo y preguntar por el de ella, que ya no estaba.

No había tenido la intención de dejarla sola tanto tiempo, de hecho su plan había sido buscar al señor Bocaranda, decirle que aceptaba las vacaciones y recoger un par de bebidas. Pero su jefe le había querido presentar a invitados especiales que habían llegado del exterior, gente que no podía ignorar por respeto a su mentor. Y luego Camila... le había pedido perdón por la noche anterior y, con poca delicadeza, le había deseado suerte con "la chiruza esa". Se había sentido tan aliviado, tan libre de hacer con su vida lo que le placiera. El lazo que lo ataba a su exnovia había acabado de deshacerse en ese instante. Pero su relación con Abril no había comenzado y ya estaba destruyéndola por el pánico a destruirla como el imbécil que era.

Abril no le debía ganar demasiado tiempo, lo más probable era que apenas estuviera llegando al departamento y a él sólo le quedaban diez o quince minutos. Mientras conducía en silencio, se preguntaba cómo le diría lo que sentía y lo que había ocurrido sin sonar cursi y haciéndola sentir segura.

Dejó el auto lo mejor estacionado que pudo con la prisa que llevaba y corrió escaleras arriba, incapaz de aguardar al elevador. Cuando abrió la puerta, la escena lo derrumbó por dentro. Abril, vestida con ropa de entrecasa, guardaba todo en una valija, la misma que había llevado hacía tanto tiempo. Ni siquiera se paró a mirarlo. Siguió con su faena como si nada hubiera pasado, aunque Marco pudo ver lágrimas silenciosas recorriéndole las mejillas y sangre que le brotaba del labio y ella se iba limpiando con un trapo cada pocos segundos.

Él se acercó, todo nervios, hacia ella y la tomó suavemente por el brazo para que se detuviera y lo mirara. Nunca había sentido tal puñalada en el pecho como cuando tropezó con sus ojos enrojecidos e inundados.

—Ven, tengo que curarte eso —se limitó a decir.

No opuso resistencia y mansa se dejó guiar hasta una butaca de la cocina. Marco alcanzó de arriba del refrigerador el botiquín de primeros auxilios. Se quitó el saco y la corbata y se arremangó las mangas antes de tomar algodón y bañarlo en agua oxigenada.

Con la atención puesta en su labio hinchado, suspiró.

—Puedes decirlo —dijo con tono tranquilo, más por romper el silencio que por otra cosa.

—¿Qué? —preguntó ella cortante como el filo de una navaja.

—Que tenías razón, tendría que haber hecho más para que Milagros no pudiera hacer algo como esto.

Ella chasqueó la lengua, encogiéndose de hombros.

—Estaba enojada y muy borracha. No pretendió lastimarme —susurró mientras sus lágrimas volvían a trazar surcos en sus mejillas.

Marco terminó de colocar el polvo cicatrizante sobre la herida y la miró a los ojos a sabiendas de que lo haría sentir como el más miserable de los seres humanos.

—Lamento haberte dejado sola, sé que lo prometí. Lo que pasó es que... —comenzó peinándole un mechón de cabello detrás de la oreja, pero ella negó con energía.

—Para, no hace falta —lanzó con cansancio, bajándose de la butaca—. Yo entiendo, tu trabajo está primero, siempre lo estuvo. Es la forma en la que eras cuando te conocí y no tengo derecho a pedirte que cambies —continuó con la voz quebrada, dándole la espalda y volviendo a su tarea.

ImpostoresWhere stories live. Discover now