7.

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El momento intermedio entre seguir dormido y cobrar consciencia fue placentero, como las calmas tardes de domingo en que su padre lo llevaba a pescar cuando era pequeño. Un instante después, el peso de un elefante le presionaba en el pecho. Maldijo a la nada y se revolvió en la cama, reacomodándose. Desde la reunión en casa de su madre, arrastraba una sensación extraña. Había tenido un gran lunes en el trabajo, pero algo lo molestaba y no sabía qué. Luego de su rutina de ejercicio y de asearse para la oficina, se calzó los auriculares para exorcizarse con alguna lista de reproducción que lo hiciera sentir en la cresta de la ola. El ascensor se detuvo en el vestíbulo y ya se encontraba mejor, mas aquel bienestar duró muy poco. Las puertas se abrieron y una Camila vestida de oficina charlaba animadamente con una mujer que llevaba una carpeta en brazos, con esa sonrisa simpática y amistosa que lo había deslumbrado tiempo atrás. Ella no parecía sorprendida de verlo; es más, su expresión mutó imperceptiblemente para cualquiera que no la conociera en el segundo en que cruzaron miradas. No quería saber cómo se había contorsionado su propia expresión. Se arrancó un auricular y posó la mano contra el marco para detener a las puertas que automáticamente pretendían cerrarse.

—¡Hoyuelos! —fingió sorpresa.

Marco sintió el calor subiendo por su rostro al ver la reacción de la compañera de Camila, en la que se leía sorpresa y que la situación le parecía tan embarazosa como a él.

—Buenos días, Marco Esposito —sonrió a la extraña, tendiéndole la mano. Ésta la aceptó mientras la pelirroja ahogaba una risa.

—¿En qué piso es que vives, Hoyuelos? —preguntó, divertida—. Dora aquí presente me va a mostrar un departamento, pero no sé el piso. ¿Imaginas que nos convirtiéramos en vecinos? Sería espléndido, ¿no? Todo depende de qué tan bonito sea.

El muchacho salió del ascensor, jurándose que la próxima vez que oyera ese estúpido apodo íntimo la estrangularía y sostuvo la puerta nuevamente para que ellas lo ocuparan. Dora revolvió el bolsillo interior de su chaqueta y le extendió una tarjeta con una mano meticulosamente cuidada. Marco la tomó por inercia.

—Si en algún momento quiere vender, comprar o rentar... no dude en comunicarse conmigo —sonrió, acomodándose un mechón rubio detrás de la oreja.

Arqueó las cejas sorprendido y miró por acto reflejo a Camila, quien parecía indignada.

—Gracias, lo haré —contestó, mientras se cerraban las puertas, quedando solo en el vestíbulo, exceptuando al portero.

Miró la tarjeta de Dora Peñalva y sonrió, satisfecho de sí mismo. Un poco incrédulo, pues esas cosas no le sucedían a él, la guardó en su saco y fue ese el instante en que comprendió que cabía la posibilidad de que Camila se mudara a su edificio. Aunque, si tomaba en cuenta lo que acababa de ocurrir, era probable que no le diera un centavo de comisión a aquella mujer.

Un poco más tranquilo con aquello en mente y habiendo vencido la sorpresa, suspiró y se encaminó a la oficina, en donde Milagros lo esperaba con una lista larga de mensajes. Sentada en su asiento predilecto, se cruzó de piernas y comenzó a recitarlos. Mientras Marco escuchaba, no podía evitar mirar una pequeña rotura en la media que cubría el muslo de su secretaria y el contenido de varios mensajes se perdía mientras él se debatía en si decirle o no que se le estaba corriendo el entramado de nylon.

Se fregó los ojos, diciéndose que no era su problema, que alguna otra mujer de la empresa tendría esa amabilidad para con Milagros y carraspeó.

—Lo siento, ¿puedes volver a leerme los últimos... no sé, cinco? —preguntó.

La blonda se reacomodó en su lugar coquetamente y, con una sonrisa estampada en el rostro y las mejillas arreboladas, recitó nuevamente todos los mensajes, asumiendo que su jefe no los había escuchado y, sin contar con los primeros dos, estaba completamente en lo cierto.

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