15.

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Mientras revolvía el azúcar en su té, buscaba con la mirada en la alacena qué podía agarrar para acompañarlo. Aquella empresa parecía estar enamorada de dos snacks y no salirse de ahí. La otra opción era dar una fortuna a la máquina expendedora, pero Abril había aprendido a adaptarse en pos de su economía, que por primera vez en mucho tiempo parecía tener una buen panorama. Los hábitos de cuidar cada centavo no se le habían ido aún.

Un taconeo resonó en la sala de descanso. Milagros, tan perfectamente arreglada como siempre, con la falda que Abril habría jurado que se acortaba un milímetro cada día, tomó la cafetera y llenó una taza que había traído de su escritorio: la taza de Marco. La custodiaba como si de un huevo de oro se hubiera tratado, tomando el rol de la dragona escupe-fuego.

Detrás de ella, otra de las secretarias ingresó a la sala, esperando su turno con la cafetera.

—Buen día —saludó la blonda. Abril podía sentir el desprecio y un poco lo disfrutaba, mientras fingía seguir decidiendo entre una barra de cereal con pasas de uva y una bolsita de crackers saladas.

Le contestó con una sonrisa amable. La blonda sabía mejor que ella cómo a Marco le gustaba su café según su estado de ánimo. Que supiera aquella información era terrorífico, una actitud que la castaña catalogaba de psicopática.

—Ayer no almorzaste con nosotras —comentó Milagros sin mirarla, avocada a su tarea.

—No, no tuve la oportunidad —respondió con desinterés.

La realidad era que rara vez compartían la mesa del almuerzo. Por lo general, Abril comía sola, sino acompañada por su propio jefe o por Jorgelina, la secretaria más joven del piso.

—¿En dónde almorzaste?

Ambas sabían que Milagros tenía esa información, pues sabía cada paso que daba Marco en esa oficina.

—Tu jefe me llevó a almorzar —suspiró con una mueca de fastidio, tomando dos de cada una de las opciones disponibles y cerrando la alacena.

En la mesa a sus espaldas, la muchacha que presenciaba la escena ahogó una exclamación.

—¿Problemas ya, tan temprano en la empresa? —bromeó con veneno.

—Oh, no, fue bastante espontaneo; es un muchacho muy carismático, ¿verdad? Super atento —dijo mientras caminaba de espaldas hacia la puerta, con un halo de despreocupación absoluto frente al almuerzo que había compartido con Marco el día anterior. Se alejó triunfal hacia su cubículo y suspiró apoyando lo que había tomado de la sala de descanso sobre el escritorio.

Ese día, por la mañana, ya Marco le había avisado que debía quedarse un tiempo después de hora trabajando. Mientras sorbía su té, Abril sonrió al recordar que se había disculpado por ello.

A las cinco de la tarde, ella salió de camino al departamento, respirando el aire de la ciudad tal como si hubiera sido tan puro como en una pradera. Estaba siendo una buena semana: la incomodidad con Marco había sido resuelta, Camila había estado tan absorta en su trabajo que no había molestado —al menos no a ella—, Milagros echaba chispas por ella, que medía veinte centímetros menos que la rubia... En fin, una buena semana.

Como ella era un cero al a izquierda en materia de cocina, Marco había sido previsor y había dejado varias comidas preparadas en el congelador para situaciones como aquella, en que no estaba para asistirla —es decir, cocinar por ella y/o evitar que incendiara el edificio— o cuando llegaba destruido de la oficina, para evitarse caer en comidas hipercalóricas y cero nutritivas.

Se quitó los zapatos al entrar al piso y se encaminó a su habitación para ponerse su buzo gigante, unas medias y sus pantuflas. Se ató el cabello para quitárselo de la cara y se dispuso a elegir de entre las comidas congeladas el menú de esa noche.

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