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—Buenos días, Estela —saludó a su secretaria desde hacía un mes.

Se trataba de una mujer de sesenta y dos años, con muchísima experiencia laboral y que lo trataba como su superior que era y como a un hijo. Le caía bien, era eficiente, estaba al día con los programas que se usaban en la oficina y no quería acostarse con él.

—Buenos días, señor Espósito —saludó marcando las arrugas de sus sienes en una sonrisa—. El señor Bocaranda le dejó dicho que cuando llegue lo vaya a ver a su oficina.

El corazón le dio un vuelco. Rara vez lo llamaba a reunión personal y si lo hacía era para aleccionarlo sobre un error que hubiera cometido. Tan temprano en la mañana y ya estaba sudando frio. Asintió y se hizo paso hasta su escritorio para dejar su portafolios allí. Tomó aire —y con él, coraje—, antes de atreverse a caminar hacia el elevador. La oficina de Bocaranda quedaba en el piso siguiente, era lo suficientemente grande como para que tuviera incorporada una mesa de juntas. Sólo convocaba a todos allí cuando había anuncios importantes, hacía rato que no sucedía.

Salió del elevador y pasó por las oficinas de sus superiores, saludando a todos en el camino con la sonrisa cordial que adoptaba para fingir que le gustaba socializar. Llegó a la puerta doble sorteando conversaciones casuales. La secretaria le indicó que lo esperaban y avisó a Bocaranda por intercomunicador.

—Pasa, querido —le dijo, se trataba de una señora bastante mayor—. Tranquilo que no te va a morder —sonrió de forma maternal.

Marco abrió la puerta y cerró, una vez dentro. Su jefe estaba recostado en el sofá escuchando una melodía oriental de meditación. Con dificultad, se sentó y con el control remoto del equipo de música, lo apagó.

—¡Muchacho! Ven aquí —lo llamó con un ademán.

Como se lo veía relajado y risueño, la tensión de Marco disminuyó. Se sentó en el sillón individual que le había señalado Bocaranda, acomodándose con la intención de verse sereno, y carraspeó.

—Oye, muchacho, ¿cuándo fue la última vez que te tomaste vacaciones? —preguntó su jefe y mentor, apoyando los codos en las rodillas e inclinándose hacia adelante.

—Pues, hace tres años, señor.

Bocaranda asintió, peinándose con el pulgar y el índice el bigote. Tocó el intercomunicador de la mesa ratona y pidió a su secretaria un servicio de café para dos.

—He sabido que estás saliendo con una de las secretarias y que tuviste que cambiar a la tuya.

No comprendía realmente qué hacía allí, pero temía que el escándalo de Milagros y la atención que había quitado al trabajo para dedicarse a Abril lo estaban alcanzando. Comenzó a sentir un cosquilleo en las mejillas, sabía que estaba enrojeciéndose de la vergüenza.

—Lo siento señor, no va a volver a suceder una situación tan bochornosa como la de mi secretaria y me enfocaré en el trabajo, no fue mi intención quitarle prioridad. Le puedo asegurar que... —pero Bocaranda lo interrumpió.

—Marco, relájate. Nadie trabaja más que tú en esta compañía. Ni siquiera yo —lanzó una carcajada, palmeándole el brazo—. Te pregunto porque me interesa saber cómo está todo, nada más.

—Oh —se dio por entendido, completamente azorado—. Pues... todo está bien.

—¿Qué fue lo que pasó con tu secretaria? Nunca mostraste interés por cambiarla.

En ese instante el servicio de café llegó y Marco aprovechó para pensar en qué le diría con respecto a la indignante escena que habían protagonizado él y Milagros. Una vez servidas las tazas, pasó a relatar muy escuetamente el suceso, sin detenerse en detalles. Le dijo que había sabido que ella sentía cosas por él, pero que nunca había creído que fuera a tomar cartas en el asunto, menos aún ese tipo de cartas.

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