9.

335 61 3
                                    

Aunque la cama fuera cómoda —más cómoda de lo que recordaba que una cama podía ser, pues hacía tiempo ya que no dormía en una que pudiera llamar propia—, eran las cuatro de la mañana y Abril no podía pegar un ojo. Aquella habitación era suya, pero se sentía en el cuarto de huéspedes. Al menos su nuevo compañero no había entrado con un hacha a cortarla en pedacitos, como temía su hermana mayor. Todo era silencioso, más allá de algún ocasional motor de un automóvil o motocicleta en movimiento. Rio por lo bajo al imaginar que lo más probable fuera que Marco estuviera en la misma situación: sin poder dormir, preguntándose si ella pretendía atacarlo con un elemento corto-punzante en el momento en que se durmiera.

Cuando dieron las cinco de la madrugada, se resignó. Aún estaba desempleada, dormiría cuando el dueño de casa estuviera trabajando. Sin quitarse el pijama —una remera gigante de hombre con mangas largas— y sin acomodar el desordenado rodete encima de su cabeza, se asomó al living, saliendo de puntillas para no despertar al bello durmiente. Investigó los gabinetes de la cocina, admirando lo pulcro y ordenado que tenía todo. Incluso había frascos etiquetados.

—Vaya —dijo para sí—, para todas las que dicen que los hombres son puercos...

Tenía una colección de té interesante, pero era evidente que no bebía nada de ella, porque todo estaba intacto... y porque había una cafetera de restaurante sobre la mesada, con todos sus accesorios haciendo juego. Eligió una mezcla de hierbas que olía bien sin prestarle demasiada atención a los componentes y tomó una taza. Mientras se calentaba el agua, se asomó a la puerta vidriada, cruzando el living, y observó un balcón de decente tamaño, con una mesa y dos sillas que pedían a gritos un trapo. Si bien estaba barrido, no era difícil adivinar que no se usaba para nada.

Volvió a la cocina para servirse el té, procurando no golpearse con ningún mueble. Mientras volcaba el agua en la taza, la puerta de Marco se abrió.

—¡Pero si no me llevé nada puesto! —exclamó en voz baja, levantando las manos con expresión consternada.

—Buen día —saludó el, sorprendido—. No creí que te levantaras tan temprano.

Ella sonrió algo incómoda. Una luz grisácea bañaba todo el departamento, pues estaba amaneciendo.

—No pude dormir —contestó ella, a lo que él asintió, para dar lugar a un largo silencio—. Te ofrecería un café, pero no sé qué clase de hechizo vudú hay que hacer para sacar uno de la máquina —añadió para cortar el silencio que se había instalado, pues no soportaba mucho la tensión.

—No te preocupes —respondió—, ¿quieres desayuno? —ella negó con la cabeza, ya que no sabía a qué llamaba él "desayuno".

Marco, sacudiéndose el sentimiento embarazoso, se dispuso a cocinarse un par de claras revueltas, a cortar un aguacate a la mitad y a llenar de frutas la licuadora.

Abril sorbía su té observando todo con extremo detalle, apoyada contra la isla.

—¿Estás haciendo el desayuno para todo el edificio? —preguntó con las cejas arqueadas, mientras se licuaba el preparado, que además de frutas tenía semillas y polvo proteico, por lo que ella pudo adivinar.

Sonrió de inmediato, al ver que la expresión de Marco no se decidía entre reír y tomárselo a ofensa. Aquello ayudó, porque el muchacho devolvió la sonrisa.

—Ahora voy a entrenar por hora y media, luego vuelvo a desayunar. Si cualquier cosita te sorprende, vivirás con la boca abierta en nuestra convivencia, cariño —bromeó.

Abril no pudo evitar que su rostro se contorsionara en una feliz cara de sorpresa. No recordaba hasta ese momento que Marco le hubiera hecho un chiste. No se le ocurría nada astuto para decir, lo cual lamentaba, pues le habría gustado continuar con ese pingpong.

ImpostoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora