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Desde hacía un tiempo, el vestuario de entrecasa de Abril había sufrido severas y constantes modificaciones. Durante la primera semana, debía estar siempre preparada para viajar al espacio exterior, por lo que llevaba su máscara de oxígeno —un barbijo de invierno de su cuñado— por si los marcianos enviaban el mensaje. Luego, había tenido que ocuparse de la mecánica del tren volador más rápido del universo. Debía llegar siempre a horario, o la seguridad mundial peligraba, pero solía sufrir desperfectos, así que la mecánica debía estar siempre lista con sus herramientas —los lápices de colores de Benjamín— en una bolsa atada a su cintura. Estos entre varios empleos que había ocupado. En ese momento, su sobrino de cinco años había decidido que era una pirata malvada y que quería robarle a él, el héroe, los medicamentos para los niños. Habían visto dos películas ese día: Balto y Peter pan.

El valiente protector de los medicamentos había conseguido de un hada mágica un arma letal, pero que se veía inofensiva y deliciosa: un muffin encantado. La pirata, hambrienta después de tanto perseguir por días el cargamento, se cruzó con el seductor alimento que astuta y estratégicamente su enemigo había dispuesto sobre una roca del desierto rojo. Bastó tragar un bocado para que la pirata malvada comenzara a retorcerse y cayera al suelo, muerta.

El niño saltó sobre su tía, cuyo sombrero de papel de periódico había acabado sobre el césped.

—Pero el valiente Benjamín cometió un error —relató, sentándose lentamente—. ¡Aún no estaba muerta! —gritó, para luego reír de forma malvada y llenar a su sobrino de cosquillas.

—Abi —se asomó Julia por la puerta ventana, sobre cuyo marco había estado apoyada un buen rato, atestiguando el juego—, ¿pueden poner la mesa para la cena los aventureros, por favor?

Abril estaba agitada, había correteado por el patio toda la tarde del miércoles. Era una fortuna que su pequeño sobrino fuera amante de los juegos que implicaban representar personajes e imaginar su historia y lugares mágicos, porque si algo había querido hacer desde el mediodía era escapar de la realidad. Había tenido dos entrevistas de trabajo: la primera, en un bazar de la calle peatonal del centro; decidieron que no la contratarían, pues tenía demasiados estudios para el puesto. Era lo más ridículo que había oído en su vida, ¿qué tenía de malo tener más preparación de la necesaria? La segunda, para recepcionista de un consultorio médico, en donde tampoco la emplearían, porque no querían a nadie comprometido con una carrear universitaria, no estaban en posición de dar días de estudio ni de permitirle salir veinte minutos antes del horario establecido, para poder llegar a clase dos veces por semana.

Cuando llegó a la casa, devastada emocionalmente, Benja se le arrojó a los brazos con una espada de juguete que ella misma le había regalado —su sobrino era fanático del Zorro—, llamándola "malvada" y "criminal". En seguida se puso en papel.

Sin embargo, luego de la cena, acostada en el sofá, dispuesta a dormir con la casa a oscuras, la invadía la desesperanza. Parecía que cuanto más deseaba un empleo, más lejos estaba de conseguirlo.

***

Milagros llevaba puesto un vestido que evidentemente la hacía sentir atractiva, porque había revoloteado a su alrededor todo el día sin motivo que lo justificara; razón por la cual Marco puso los ojos en blanco, completamente fastidiado, cuando entró a la hora de salida. Sin embargo, la expresión del muchacho cambió rotundamente al ver la bolsa que su asistente llevaba colgada en la mano.

—Aquí está lo que me pidió, con todas las especificaciones tenidas en cuenta —aclaró, al ver que su jefe abría la boca para preguntar exactamente eso.

—Perfecto, como siempre —sonrió él, tratando de sonar lo más profesional que podía, sin ser frío, pero no demasiado cálido. Cada vez que intercambiaba palabras con Milagros se sentía en un partido de ajedrez.

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