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Había sido un día agotador, pero productivo y satisfactorio. Había adelantado muchísimo trabajo, había leído durante su almuerzo el libro de turno y no había sido interrumpido por prácticamente nadie. Milagros ya se había ido a casa, un poco antes de concluir su horario. Marco se había percatado de que algo no andaba bien, la muchacha había tenido la expresión algo demacrada durante toda la jornada, pero no había querido preguntar. Sabía que tenía una infatuación con él y no quería alimentarla. Si era demasiado atento con ella, podía creer que se le estaba insinuando, así que se limitó a acceder a su retiro temprano.

Camila no había aparecido en todo el día y, si bien lo apreciaba enormemente y le traía paz mental, se preguntaba qué había ocurrido que de un día para el otro no actuaba seductoramente a su alrededor. Después de su encuentro aquella mañana, había tratado de quitar el asunto de su cabeza, pero debía admitir que un poco lo estaba atormentando. Estiró el brazo en un movimiento rápido para ver el reloj en su muñeca; ya eran las ocho de la noche, eso explicaba que su estómago se quejara por el hambre. Levantó sus cosas del escritorio y las acomodó en su maletín, que había pertenecido a su padre y se veía como recién comprado, pues lo atesoraba bastante.

Se llevó la palma a la frente, en medio de un suspiro. Había olvidado preguntar por algún puesto disponible para Abril y se lo había prometido. Como si lo hubiera escuchado un ente superior, vio acercarse hacia su puerta a Gastón, quien joven y muy capaz, crecía bastante rápido —no tan rápido como él— en la empresa. La única persona con la que solía cruzarse a esas horas.

—¿Vas de salida? —preguntó con una sonrisa amplia; lo caracterizaba un buen humor permanente. Gastón llevaba puesto su abrigo y su bufanda, así que era claro que él sí estaba volviendo a casa.

—De hecho, sí. Si me das un minuto, que termine de organizar el escritorio, salimos juntos.

El joven asintió y aguardó apoyado contra el umbral, atestiguando la meticulosidad con que Marco alineaba los pocos elementos que pertenecían a la superficie del escritorio y guardaba el resto en cajones que estaban bien definidos entre sí, aunque sin etiquetas. Cerró varios con llave y se calzó el abrigo que se encontraba colgado junto a la puerta. De camino al elevador, comenzaron a charlar de cuestiones cotidianas y sin importancia; cuando Gastón comentó que su secretaria se había decidido mudar a otro país, siguiendo a su novio que había conseguido una gran oferta de trabajo. Él sintió la necesidad de agradecerle a algún dios, porque aquella era una oportunidad caída del cielo.

—Oye —dijo, interrumpiéndolo—, ¿ya conseguiste reemplazo?

—No, me dio el aviso hoy, ¿por qué? ¿Tienes a alguien que recomendar? —adivinó.

—Pues sí, tengo a... alguien que busca cambiar de empleo —sonrió con incomodidad.

Sabía que debía decir que era su novia la que buscaba trabajo, pero no podía mentirle a Gastón, era de todos sus compañeros al que consideraba el más cercano. Además, no sabía que tan buena idea era que todos supieran sobre él y Abril. Sobre la farsa, en definitiva. Si Camila se enteraba de que Abril estaba trabajando allí —y se enteraría en menos de quince minutos en el primer día de la castaña— los torturaría por ello.

Lo resolvería luego, se dijo.

—Me ahorrarías entrevistar gente —sonrió Gastón, palmeándole la espalda en agradecimiento—. Además, si la recomiendas debe ser organizada y meticulosa como tú, es una garantía para mí —bromeó.

Marco volvió en el auto, cantando relajado una tras otra las canciones de una lista de Frank Sinatra, disfrutando de la quietud de la noche en la ciudad. A esa hora, poca gente quedaba en la calle; le gustaba la versión oscura y silenciosa de su barrio.

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