Prólogo

122 27 33
                                    

Prólogo

La noche se presentaba fría y sin luna, los habitantes dormían y Wakmar permanecía en una quietud tranquila, aunque el miedo de una invasión repentina crecía tras cada día.

Joseph, escribiendo como de costumbre en uno de sus muchos pergaminos, oyó aquel crujido que tanto le perturbaba.

—No me sorprende tu visita —anunció antes de que aquellos ojos grises hablaran.

—Por supuesto que no te sorprende, me desilusionarías si así fuese, Joseph.

—Claro… —Y continuó escribiendo sin prestar atención a los ojos.

—Tal vez sepas o tal vez no el motivo de mi visita, pero, antes de que te alientes a arriesgar, déjame confesarte que no estoy entendiendo tu proceder.

—Dicen que las acciones no son más que pequeños eventos que conduce a un deseo —recitó el anciano en un tono neutro.

—¿Y qué deseo es ese? Si puedo preguntar, claro.

—No puedes, así que vete.

—Joseph, Joseph. Siempre tan reservado. —Y soltó una risa como si se estuviera divirtiendo.

—¿Qué te causa tanta gracia, maldito? Dime, si es que no ocultas nada.

—Tú no hables de ocultar, que no eres más que un misterio andante ¿O qué piensas? ¿Qué no sé que has mentido a lo largo de todos estos años? ¿Por qué lo haces?

—Tú lo sabes bien… —soltó como si cada palabra le doliese y calló.

Nadie habló en un largo tiempo, pero luego aquella voz irrumpió el silencio una vez más:

—Joseph… espero recuerdes lo que te he dicho.

Joseph, confundido por estas extrañas palabras, se apresuró a detenerlo:

—No sé qué dices, ya no hables. Si es que tus palabras serán toscas y sinsentido.

—Oh, Joseph, para nada lo son, solo escucha y entonces entenderás como el hombre sabio que eres. —Y en aquel momento ambos callaron de súbito, como si un mar tempestuoso cesará de repente—. Joseph, sabes que te encuentras en un lugar que para nada es tu hogar ¿No es cierto?

El anciano, comprendiendo por completo lo que la voz decía en un tono frío y áspero, abrió grande los ojos y no respondió.

—Sabes también que cualquier ejército puede caer en Wakmar en cualquier segundo y destruir todo a su paso ¿No es cierto?

—No lo harás, no puedes…

—Ah ¿No puedo? Y dime tú, ¿Qué me lo impide?

—Nuestras promesas.

—Nuestras maldiciones dirás, pero de todas formas te equivocas.

—Tú lo estás, ahora Wakmar es mi hogar y mientras viva aquí…

—¡Cállate y deja tus estupideces para quien las crea! —gritó furioso la voz—. Joseph… tú sabes y yo también lo sé, que no puedo atacar tu hogar, pero Wakmar no te pertenece y mientras no lo haga, yo puedo destruir a mi antojo y tú, bueno… tú ya lo sabes y lo has sabido siempre. Es por ello que me preguntó ¿Por qué? Dime ¿Por qué, Joseph, has invadido Wakmar, consiente que en aquella isla es en dónde más indefenso te encuentras, tú y los que te acompañan?

Joseph, ante la suspicacia de la voz, volteó y observó a aquellos ojos, tan grises y malditos como él mismo.

—Creo que esta charla tendrá que terminar…

—Yo decidiré cuando termine.

—Entonces decídelo rápido.

—Oh, Joseph, vamos… ¿Por qué no le cuentas a tu antiguo compañero y amigo lo que tanto tramas?

—¡Cállate! No somos compañeros ni tampoco amigos y, para que sepas y te largues de una vez, yo no tramo nada, no soy más que un lienzo en blanco sin aspiraciones. Y todo ello por tu culpa.

Estás palabras pareciendo golpear al dueño de los ojos y por un segundo una tensión casi visible se apoderó de la pequeña y oscura habitación.

—¿Por mi culpa? Bueno… no lo niego, aunque, si de verdad vamos al caso. Todo fue tu culpa, Joseph, por tu culpa ha muerto.

—Tú sabes que no es así.

—Calla, que fue tu culpa y es por ello que nunca has querido alzar la espada. Ya te has asqueado de ella, ahora prefieres que otros la alcen por ti.

Joseph, puesto en evidencia, no respondió, solo guardó silencio como alguien que ha cometido un error y no sabe de qué forma remediarlo.

—Joseph… perdóname, quiero que sepas que no te odio y me gustaría de veraz hablar contigo. Cara a cara y no de esta forma que ya me ha cansado.

—Ya es tarde para todo aquello, nosotros hemos estado juntos largo tiempo y la desgracia se ha volcado contra nosotros y contra nuestro alrededor. Ir contigo significará el peor de los presagios.

—Veo que insistes con tu represalia, pero… tengo una idea, una idea que odiaras, pero no tendrás más que aceptar y asentir, compañero.

Y en aquel preciso instante, Joseph comprendió lo que la voz estaba a punto de decir.

—Sí. —Soltó una risa—. ¿Qué me dirías si te propongo un acuerdo? Sí, uno de esos que tanto te gustan.

Joseph no respondió, solo frunció el ceño y odió cada palabra que oía.

—Pues te sugiero este trato, viejo compañero, tú vienes conmigo y yo, te prometo que no atacaré Wakmar y moveré mis influencias para que los Magnos tampoco lo hagan, mientras tus amigos y aliados residan allí. ¿Qué te parece, Joseph? ¿Es un acuerdo justo o no? —dijo la voz sabiendo que Joseph no tenía más que aceptar.

—Me conoces y no solo a mí, sino también a mis pensamientos y es por ello que te odio, aunque no tanto como quisiera. —E hizo una pausa larga y cargada de disgusto—. Acepto, aunque muy a mi pesar, pero solamente por qué no me has dejado alternativa.

—Me alegro de verdad y estaré ansioso de volverte a ver, antiguo amigo, déjame que me encargue del traslado y el viaje.

—Nekros… —anunció Joseph, interrumpiendo la repentina emoción de la voz—. ¿Por qué insistes tanto? ¿Qué es lo que cambia conmigo allí, a tu lado?

Los ojos, sacudidos por la pregunta, parecieron vacilar antes de responder, pero de todas formas lo hizo y la voz que entonó para hacerlo fue diferente, estridente y nostálgica, como el sonar de un violín.

—Todo lo cambia, hermano. —Y luego de aquella respuesta lastimosa y lenta, los ojos se disiparon y la voz se marchó muy lejos, hacia el norte.

Acuerdos y Maldiciones - Saga "Los Privilegiados II"Where stories live. Discover now