El Rey Superior

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El Rey Superior


Joseph, con sus manos rígidas a causa de los guantes de hierro que las cubría, caminaba a tropezones y trastabillaos por detrás de dos altos y fuertes guardias, sus muñecas y tobillos contaban con grilletes y cadenas, que limitaban todo movimiento. Mientras avanzaba por un corredor elegante, flanqueado por paredes pulcras y blancas, sobre un piso de roca gris salpicado de alfombras y hermosos cetros en dónde las brillantes lámparas ardían e iluminaban todo a su alrededor, Clypus, la vocera principal del Rey, los guiaba hasta una escalera amplia y recta que se dirigía a algún sitio elevado, si bien parecía un misterio, Joseph de que se trataba. Tras subir los peldaños y tolerar el esfuerzo, llegaron hasta la perfecta entrada. La puerta doble, de madera fina y opaca, permanecía cerrada, pero no con llave ni cerrojo, sino que solo un Superior podría abrirla. Tras iluminar su palma y dar un chasquido, Clypus tocó la puerta y esperó veinte segundos, luego accionó el picaporte. Cuando la puerta se abrió, entró junto con los guardias que tomaron a Joseph de sus hombros y lo hicieron pasar también, no se habían preocupado demasiado en ser amables.

Cuando Joseph levantó la vista, notó enseguida la amplia sala en la cual se encontraba, paredes y suelo grises, solo un trono al fondo y un atril en el cetro eran los encargados de llenar el espacio. Allí, en lo más alto de La Gran Capital, en el castillo del Rey Superior, y allí estaba él, sentado en su trono ceniciento, con su rostro oculto entre las sombras y su cuerpo inerte, vestido por las prendas más blancas y finas de todo el Reino. Su mirada gris, como un huracán, se posó sin cuidado en la mujer.

—Oh, general entre guerreros. Rey entre reyes. Alfa entre lobos. Señor de estas tierras y de mi patria, ¡Oh, señor! ¡Oh, Rey mío! —saludó la mujer mientras los cuatro se encontraban arrodillados. Llevaba un vestido blanco y demás aros y joyas hermosas, decorándole sus manos, muñecas y orejas—. He traído a quien ha pedido, señor mío.

En ese instante, Joseph se mostró firme y observó a los ojos del Rey, este sin dudar hizo lo mismo y allí permanecieron largo rato, como si las palabras no fuesen necesarias, sin embargo, contra todo pronóstico, Joseph se levantó con rebeldía y habló:

—He aquí, ¿qué quieres ahora, maldito? —exclamó y las tres personalidades que lo acompañaban lo observaron estupefactos, pues nunca se había dicho tales palabras en aquella Sala Muda y las mismas no serían permitidas por el Rey, sin embargo, Clypus intentó contener la calma y esperar a que el hombre del trono respondiera como siempre lo hacía, con un pergamino surgido desde el centro de la sala, en dónde yacía un simple atril de madera. No obstante, el Rey optó por otra forma de comunicarse, una forma nunca antes vista por ningún Superior vivo en todo el Reino, salvó Joseph.

—Clypus —dijo el Rey con una voz grave y sonora y la mujer desorbitada por la sorpresa, palideció—, puedes retirarte junto a tus hombres, solo diles que aguarden a los pies de la escalera. Cuando requiera de sus servicios se los haré saber, te lo agradezco.

La mujer, balbuceando algunas palabras y temblando, intentó no perder la cordura, pero aquellas palabras y la mirada gélida del Rey, por poco, le provocaron un congelamiento general, sin embargo, haciéndose de todas sus voluntades, respondió.

—Sí, señor mío. Así será —Y dicho esto, los tres individuos abandonaron la Sala Muda, dejando a ambos hombres a solas.

Una vez a solas y en completo silencio, El Rey se estiró en su asiento para luego acomodarse de forma informal.

—¿Qué quiero ahora? —repitió el hombre, poniéndose de pie y remplazando su rostro serio por una sonrisa—. Lo que quiero ya lo he conseguido, Joseph. Pues ahora estás aquí y me alegra mucho verte, aunque me gustaría que dejaras de vestir aquellas cadenas y que luzcas como siempre lo has hecho, aquellos extravagantes atuendos.

Acuerdos y Maldiciones - Saga "Los Privilegiados II"Where stories live. Discover now