Capítulo 3

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Jeff Lauder no hacía promesas vacías. Se encargó de mí. Su propósito, no obstante, no era alejarme de la familia perfecta que había formado, sino todo lo contrario. Quería conservarme a su lado al ser el único descendiente de la estirpe Lauder. Para ello, tomó la decisión de moldear mi conducta a fuerza de control.

Pero no cualquier clase de control.

Recuerdo verme a mí mismo subiendo las escaleras hasta la quinta planta de nuestra residencia. Toda esa zona estaba reservada para el trabajo de mi padre. El piso contaba con varias salas de reuniones, un reservado de espera, un baño y la habitación principal: su despacho. El mural de vídeo plano con nueve pantallas de 46 pulgadas reproducía mi imagen intercalada moviéndose hacia la esquina apartada de los ventanales. Dejaba atrás la gran mesa de roble barnizada, atorada de archivos, expedientes y un ordenador central, y proseguía hasta la gamuza de la pared. El Quiet Rock que mi padre había ordenado añadir al yeso proporcionaba un aislamiento acústico de lo que allí dentro sucedía. Ni uno de mis gritos llegó a oírse en ninguna de los seis pisos del edificio. O, si lo hizo, nadie movió un dedo por mí.

Pero esa vez me equivoqué. El modo de controlar al extraño chico que le había tocado como heredero fue bien distinto. Ni yo ni mi madre nos lo esperábamos, pero en ella propició una sonrisa de alivio y el fin de las quejas.

Para mí... fue el inicio de mi viaje al mundo de los narcóticos.

Jeff Lauder se disfrazó de padre preocupado y pidió cita con uno de los psiquiatras más prestigiosos de la ciudad de Nueva York. Las consultas a un profesional de su talente, con un currículum especializado en trastornos de la conducta infantil y un doctorado que ahondaba en el uso de los fármacos como correctores de ciertas deficiencias cerebrales, rozaban los trescientos dólares para que te adosara una etiqueta que te perseguiría allá donde fueras. Todo tu comportamiento se reducía a una lista de criterios, y así te convertías en la aberración que tus padres sospechaban que eras.

En ese momento no lo sentía así, pero debo darle las gracias a ese psiquiatra. Si no hubiera sido por él, la de noches en pleno éxtasis alucinatorio que me habría perdido.

Sentado entre mis padres, los ojos del doctor Bertrand analizaban mi conducta desde una pasividad expectante. En una situación como la que se me planteaba, las dos fuentes de apego que resguardan tus espaldas se potencian como si volvieras a ser un bebé. La necesidad de que te protejan te libera de cierta carga.

Yo tenía todas las de perder. Los dos pilares herméticos que hostigaban mis flancos derecho e izquierdo no se dignaron a mirarme en la hora y media de entrevistas y cuestionarios que me vi obligado a rellenar. Ni una caricia en la espalda ni un mohín de consuelo nació de ellos.

El doctor Bertrand juntó las manos y las colocó encima de la mesa. Miró a mis padres y cabeceó de una forma que los tres entendimos. La hipótesis sobre la que tanto investigaba acertaba, una vez más.

—¿Cuál es el diagnóstico, doctor? —preguntó con impaciencia mi madre.

La fustigué de reojo. La cita con su entrenador personal se estaba aproximando. Se negaba a retrasar la contemplación del cuerpo escultural que la adiestraba seis días a la semana con algo que no era trascendental para ella.

—¿De verdad quieren mi veredicto? —habló en un aire de misterio.

—Para eso le he pagado. —Mi padre cruzó las piernas sin apartar el impávido azul de sus ojos del psiquiatra.

—Queremos un diagnóstico, y también una solución —se aunó mi madre.

—Y la tendrán —convino el doctor Bertrand—, pero tienen que entender que eso lo cambiará todo. Oliver ya no será el mismo de siempre cuando les diga lo que sé de él.

—Eso no es un problema —rechazó mi padre.

—Como quieran. —El doctor se reajustó las gafas redondas que descansaban sobre el puente de su nariz. Se aclaró la garganta antes de hablar—: Señores Lauder, su hijo —me miró fugazmente— ni siente ni padece. Es todo cerebro, sin corazón que lo sustente. El pequeño Oliver carece de aquello que da plenitud al hombre: no tiene alma.

Un niño sin alma... ¿Eso era yo? ¿Me faltaba ese principio constitutivo de todo ser humano? Pero ese psiquiatra estaba en lo cierto. No sentía nada, y que por fin alguien me explicara el motivo daba por zanjado el tema.

Y eso era justo lo que ambicionaban los altos cargos de la corporación a la que años después me vi forzado a unirme. Hombres sin alma, hombres muertos en vida. Sin emoción, solo puro cerebro.

Máquinas.

—¿Qué diagnóstico es ese? —increpó Jeff Lauder.

—Su hijo no cumple los criterios estipulados para un diagnóstico de comportamiento disocial. Pero tiempo al tiempo. Su falta de reactividad emocional y de empatía, esa ausencia de conciencia social, es el comienzo del descenso a las puertas del Averno.

—¿Y qué puede hacer usted para que eso no ocurra?

Mi madre, cómo no, responsabilizando a los demás de lo que ella misma había engendrado.

El doctor Bertrand situó en la mesa un botecito alargado de color naranja. La etiqueta estaba repleta de palabras y números.

—Risperdal —formuló en una entonación solemne—, es el tratamiento y la solución que les propongo. Es un antipsicótico utilizado con frecuencia en niños que presentan problemas de comportamiento como los de su hijo.

—¿Un fármaco como ese no es excesivo? Tengo entendido que esas drogas las usan con psicóticos.

—No es el único tipo de pacientes a los que se lo suministramos, señor Lauder —le sonrió con suficiencia—. Deben ser ustedes los que decidan si quieren un niño medianamente sano o un delincuente.

Mis padres cruzaron miradas.

Oh, joder, no os podéis hacer una idea de en qué me convirtieron.

El asesino de personalidadesUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum