Capítulo 23

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Me acuclillé junto al terrario hecho añicos. El cuerpo sin vida de Will Davis atravesaba la cara frontal del recipiente. La fuerza de la gravedad incrustaba los pedazos de cristal en su mandíbula desencajada. La presión impuesta despedazaba los pómulos. La mueca de Will aumentaba de tamaño mientras los dos pliegues se abrían hacia las orejas.

Escuché el dulce crac de las vértebras cervicales al separarse del cráneo.

Le devolví la sonrisa.

Retiré las gafas de mi nariz y limpié las gotas de sangre de la montura. Mi sombra las había obviado durante el forcejeo. Will dejó de oponer resistencia cuando hundí su cara por segunda vez en el terrario. La energía vibrando por todo mi cuerpo no iba a contentarse con unos arañazos. La sangre era objeto de su pulsión, y necesitaba el espectáculo al completo.

Mi lengua saboreó el premio que goteaba de mis labios. Cerré los ojos. Disfruté de la exaltación papilar, del despertar incondicional de mi pequeño amigo oculto y el regocijo de su victoria. Un escalofrió me recorrió la espalda.

Por el rabillo del ojo percibí un intruso moviéndose a través de la coronilla de Will. Una de las tarántulas del terrario había coronado la cima. Observé el peculiar comportamiento de aquellos arácnidos. Las crías más jóvenes se habían atrevido a violar el cadáver de su dueño introduciéndose por la cueva abierta en el cristal. Algunas correteaban garganta adentro. Se apreciaba una extraña contorsión en la piel del cuello, un abultamiento corredizo. Otras exploraban los orificios nasales. Una de ellas se había asentado en el ojo izquierdo. En unos minutos, Will Davis estaría cubierto de sus peludas amigas.

Aquel piloto de salvamento había sido toda una sorpresa. En nuestra cita en una cafetería con vistas al Hudson había llegado a la tediosa conclusión de que su muerte no liberaría mi energía acumulada.

Franco error.

Sin planearlo, me había brindado una de las muertes más satisfactorias. La probabilidad de contemplarlo agonizar en el santuario de su hogar fue un chute de energía exorbitado. Una fuerza bruta tomó el control, y Will experimentó al inimitable Luke.

Aunque en un principio parecían repelerse con solo mirarse, el íntegro hombre que había acudido con antelación a su cita se moría de curiosidad por saber más de alguien totalmente opuesto a lo que estaba acostumbrado.

Es abrumadoramente irracional cómo el informe de compatibilidad verde de un programa informático condiciona la realidad de las personas. Will sabía que entre Luke y él existía un vínculo afectivo, el color verde así lo estipulaba. Y ese conocimiento había construido su percepción sobre mí. Una percepción tan inventada como nociva.

ISTP. Introvertido, sensitivo, pensador, perceptivo. Así era Will. Sus principios de vida se basan en callar y observar. Los detalles para alguien como él son diamantes. Los enfoca con una lupa particular, propia. Evalúa innumerables posibilidades de acción, destierra las dudas, los agujeros, y, cuando su estrategia adquiere la reflexión patológica, avanza. Su rostro parco y enjuto no se debe a que la persona que tiene delante le produzca tirria. Más bien, esa muestra de desdén involuntario es consecuencia de la inversión de todos sus recursos cognitivos en los entresijos mentales que tanto adora. Moviliza gran cantidad de datos a fin de penetrar en el núcleo del dilema. Busca la causa y el efecto, la lógica de la secuencia. Y entonces despliega su arsenal de soluciones. Valora la eficiencia de cada una y pone en marcha la que pronostique un menor coste a su sistema.

¿Y Luke? Luke era para él una mina de oro de experiencias. Will era proclive a la acción, pero una acción contrastada, meditada, con un fin utilitario. Tenían en común el amor por el riesgo. No obstante, ese riesgo era como las dos caras opuestas de una moneda.

El asesino de personalidadesWhere stories live. Discover now