Capítulo 41

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El celaje voluble del cielo entrecortaba los escasos momentos de sol. Había contemplado el tren de nubes desde el chaise longue del salón en un estado de obnubilación que me conservaba con los ojos abiertos, pero ausente de los hechos que se sucedían a mis espaldas.

El tabaco había ayudado a aligerar el dolor. Eso y los medicamentos que tomaba por pares cada vez que el escozor se esparcía por la musculatura. Puede que hubiera ingerido más de la cuenta. En todo caso, era el menor de mis problemas.

Después del falso secuestro del que Ava había sido testigo, digamos que todo fue a peor. Vi en la cara de Anderson las mismas ganas de apalearme que el día que me pilló en la habitación de su mujer. Que le dijera que mi corta desaparición y mi deplorable aspecto se debían al asesino que le estaba costando su excelente carrera en el FBI fue como quitarle el seguro a una granada de mano.

¿Por qué?

Simple: significaba que el Asesino de Personalidades había descubierto mi tapadera.

¿Cómo coño lo había conseguido? Eso es a lo que daba vueltas. Casi veinticuatro horas sin dormir, y todavía no tenía noción alguna de cómo se las había apañado para delatarme.

Un equipo de agentes vigilaba las puertas del edificio mientras Anderson hacía unas llamadas a Quantico. Su zanqueo de piernas era constante. Si se estaba quieto, podía detonar contra el primero que le dirigiera la palabra. Así que preferí escabullirme y desaparecer por un rato.

El rociador de la ducha despidió un chorro de agua caliente sobre las heridas. La irritación de la piel en proceso de cicatrización fue adaptándose lentamente a la sensación. En el vaho que me envolvía, cerré los ojos y dejé que la calurosa atmósfera me atrapara. En el estado de meditación promovido por la relajación corporal, Ava se instauró en mis pensamientos. Esbocé su rostro como una fotografía. La arruga de interés en la frente que se pronunciaba cuando soltaba pequeños detalles de mi vida. Porque es lo que había hecho. Salvo por los eventos más recientes, lo demás, por escueto que fuera, había sido real.

Ava debía estar muy rota para sentir atracción por un hombre como yo.

—Llevas veinte minutos ahí dentro. Sal de una puta vez.

El agente Andrews había sido uno de los invitados a mi apartamento. Aquel capullo con más metros de largo que células cerebrales rondaba mi idas y venidas. Anderson le había encargado mi supuesta protección. No sabía si era un castigo o se estaba asegurando de no perder de vista a sus dos perros rabiosos.

El FBI había incautado mi cocina al completo. Un grupo de analistas informáticos había instalado su equipo en la isleta central. Cuatro pantallas de ordenador estaban conectadas a las cámaras desperdigadas por las esquinas del ático.

—Estás jodido —me dirigió el agente Andrews.

Cortó la mueca de asco con la intromisión de Anderson en nuestro campo de visión.

—AP ha estado en tu casa.

—¿Cómo dices?

Anderson ordenó a los analistas que rebobinaran las cámaras unos días atrás. En la pantalla se me veía de espaldas, con la puerta abierta, conversando con alguien en la entrada. A los tres minutos, ambos accedíamos al salón. Lo reconocí inmediatamente. Era el repartidor de paquetes que necesitaba una mano amiga mientras a mi vecino le daba por aparecer.

Nos mantuvimos en riguroso silencio observando la escena. En la pantalla, yo señalaba al repartidor dónde se encontraba el aseo, recibía una llamada y salía al balcón. Entonces ocurrió algo inesperado.

Aquel hombre regresó al salón. Como una estatua, se quedó junto a la encimera, sin moverse. Por unos segundos me miraba a mí. Más tarde, nos dimos cuenta de que movía la cabeza de un extremo a otro del salón. Eran movimientos ligeros, discretos. Pero teníamos claro su intención. Hacía un barrido del entorno. Buscaba justo lo que nosotros estábamos viendo: cámaras.

El asesino de personalidadesWhere stories live. Discover now