Capítulo 36

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El olor a las afueras de Brooklyn me teletransportaba a mi infancia. La visita oficial de cada quincena se había hecho de rogar esta vez. Las cosas en casa andaban mal. Hacía meses que mi madre no levantaba cabeza. La depresión atacaba de nuevo. Una abulia aplastante la aprisionaba bajo las sábanas, y ni la súplica más decepcionante de mi padre le hacía reaccionar. La quimio no ayudaba. Los efectos secundarios del festín de fármacos hundían su ánimo. No había nada que le suscitara placer.

Salvo volver a ver a su único hijo.

Mi padre me esperaba en la puerta de casa. La vieja estructura de madera no había sido reformada en lo que venía de años. Seguía igual de deslustrada que siempre. 

—¿Qué tal, hijo? —me saludó con un abrazo.

—Todo bien.

Le miré a los ojos. Los tenía rojizos. Había estado llorando y trataba de encubrirlo con una tenue sonrisa. Llorar no es aceptable para un hombre hecho a la antigua usanza. Esa debilidad del carácter se disimula con un semblante férreo hasta el momento propicio. Y mi padre no era la excepción que confirma la regla.

—¿Cómo va la cafetería? ¿Dory te deja respirar y centrar la cabeza en los estudios?

—Hace lo que puede. Yo no se lo pongo fácil.

—Algún día te darás cuenta de que estás echando a perder tu futuro. Puedes dejar ese trabajo cuando quieras y...

—No, sabes que no tengo esa opción.

—Hijo, tu madre y yo nos las podemos aviar sin ti.

—Vamos dentro —dije sin más.

La cocina apestaba a especias de té. Quince años atrás, cuando el médico arruinó la vida de mis padres con la palabra cáncer, mi padre se encargó de eliminar todo tóxico habido y por haber en casa. Buscaba un culpable, y no se le ocurrió otro mejor que los aditivos químicos de toda dieta de la clase media-baja a la que le resulta más barata una pizza de dos dólares que un arsenal de verduras de la zona ecológica del supermercado. En el lugar donde te ha tocado vivir, has de primar lo que te puede ahorrar unos centavos a fin de mes. Pero mi padre lo eliminó todo, y eso englobaba al café. En casa, los líquidos se restringieron a té y agua.

Bendita cafetería de Dory.

—¿Y mamá? —pregunté con la taza entre las manos.

—Está descansando. No ha pasado muy buena noche. Ya conoces el proceso... Se despertó con dolores y no conseguimos mitigarlos hasta entrada la mañana.

—¿Se está tomando los antidepresivos?

—No.

—¿No? —inquirí con fastidio.

—Tu madre dice que no quiere volver a medicarse. Que ya tiene de sobra con la quimioterapia. Dice que puede superarlo por sí misma.

—¿Encerrada en la cama es superarlo por sí misma?

—Deja que lo haga a su manera.

—Su manera no la está ayudando. ¿Por qué no la llevas a un terapeuta?

—No podemos pagárnoslo.

—Yo tengo...

—Ni se te ocurra. —Mi padre me clavó una severa mirada—. Lo superará. Solo dale tiempo.

—Tiempo... —refunfuñé, y me retrepé en la silla—. La mayor gilipollez que he escuchado.

—¡Ey! —exclamó—. ¿Y esos modos de hablar a tu padre? ¿Ya se te ha pegado la grosería neoyorkina?

El asesino de personalidadesTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon