Capítulo 37

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Acceder a Jason me estaba impacientando. Lo sentía tan cerca y al mismo tiempo tan lejos que una mácula de detestable frustración rasgaba por adueñarse de mi voluntad. Mi mirada flotaba a la deriva de mis pensamientos. Las cejas inclinadas hacia abajo, próximas en los bordes inferiores, aportaban a mi rostro esa cualidad que hace dudar de si estás ligeramente enfadado o intentando contenerte para no partirle la cara a alguien. Presionaba los labios como si de mi boca pudiera escapar algo inapropiado.

Anderson había notificado al equipo mi descubrimiento, ahora dependía todo de mí. Para avanzar tenía que estar seguro de que Jason se encontraba solo y no rodeado de su séquito de camareras. Debía ganarme su confianza, y si no era por las buenas, la agente Turner me había hecho entrega de los expedientes policiales que compraran su silencio -y su participación-. 

Las drogas habían formado parte de la vida de Jason durante un tiempo. La venta de cannabis le proporcionaba unos dólares y, por qué no, unos minutos de abstracción mental cuando confiscaba unos gramos del alijo. Sin embargo, había tenido poca vista relacionándose con la mafia más vulgar del vecindario. Unos paletos que no daban un palo al agua, sin nada que ofrecer más que un aspecto que pensaban temerario, pero que hacía reír a cualquiera con dos dedos de frente. 

No vacilaron ni un segundo. A la mínima de cambio, utilizaron a Jason como carnada.

Unas semanas de cárcel y unas horas de ayuda al prójimo, y Jason no volvió a inmiscuirse en temas de drogas. Pero su futuro estaba sucio. Nadie quiere contratar a un exdrogadicto metido en problemas con la ley. Malviviría a base de empleos precarios con más horas que el día y menos dólares en la cuenta que el vendedor de una cutre shawarmería.

Pero aquella perspectiva nefasta de futuro podía cambiar. Un futuro alternativo se desarrollaba en un ramal lateral. Solo tenía que decir sí, aceptar la oferta. O cantaba todo lo que se había guardado o al expediente policial se le sumarían algunos delitos que hundirían sus objetivos de salir a flote.

Escondí los expedientes entre las hojas de una revista. La visita al paciente debía ser creíble. Emprendí el camino hacia el hospital Presbiteriano repasando mentalmente el monólogo que había ensayado. Habían tardado veinticuatro horas en recopilar la información, una pérdida de tiempo entre burocracia y consentimientos absurdos. 

Mi necesidad de acabar con todo de una vez me impulsaba a sortear los puntos estáticos de la acera como obstáculos de una yincana. 

El asesino de personalidadesKde žijí příběhy. Začni objevovat