Capítulo 39

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Una sensación abrupta de dolor me cortó la respiración. No fui capaz de identificar lo que estaba pasando, no al principio. Mi visión se nubló momentáneamente. Una tremenda pesadez tiraba de mí hacia el suelo. Cuando quise coger aire, el dolor se propagó como una corriente eléctrica. En lugar de desplomarme, alguien me agarró del hombro y me guio entre el montón de cuerpos.

El ruido de los coches, la masificación de olores corporales, las conversaciones a viva voz, parecían lejanas. Mis rodillas flaquearon. Meneé la cabeza a ambos lados, aturdido. Sin darme cuenta, fruto de la impresión, había soltado la revista. Me encorvé llevándome la mano al costado. No había nada, ningún objeto. Pero la chaqueta y la camisa habían sido agujereadas con un objeto discreto y afilado. Algo correoso empapó mi mano.

De pronto, el impacto de una patada en la espalda me desequilibró. Iba a caer de boca al suelo.

Todo pasó en menos de un segundo.

Supe que aquel que me atacaba no era un ladrón cualquiera, ni siquiera un pandillero con ganas de gresca. Supe, con toda certeza, que mi atacante era él.

El Asesino de Personalidades.

Esa peste negra que emanaba anunció su nombre antes de que pudiera procesarlo. Estaba en peligro, y en seria desventaja. Una puñalada no viene bien a nadie cuando lo que pretendes es defenderte.

Adelanté la pierna derecha para asentar mi peso y proveerme algo de estabilidad. Por mi cabeza aparecieron flashbacks fugaces del entrenamiento en el FBI. La práctica es maravillosa cuando estás en territorio amigo. Ahí fuera, las tornas cambian.

Ahora no me parecía tan sencillo ejecutar una táctica de combate. No cuando el dolor focalizaba mis sentidos en la herida abierta y obviaba a mi adversario.

Un puñetazo en la incisión me hizo gritar. El dolor enlentecía la velocidad con la que procesaba la situación. Un segundo golpe, esta vez en la nunca, abatió mi rango de acción. Mis rodillas chocaron contra el suelo. Las piedrecillas del asfalto se clavaron en la piel como si el pantalón no fuera un impedimento. Noté que con el impacto me había desprendido unos mechones de cabello.

El muy cobarde asaltaba por la espalda. En ninguno de los ataques que se sucedieron quiso que le viera la cara, que grabara su rostro en mi memoria. Los golpes iban destinados a órganos específicos. Sabía dónde golpear para que el dolor me incapacitara, pero me percaté de que la cuchilla no había vuelto a penetrar en mi cuerpo. La primera y única puñalada había sido para vulnerar a su víctima.

Cerré los ojos.

Tenía que centrarme.

Recurrí, falto de precisión, a los entrenamientos que había automatizado en la prisión en la que viví como un recluso voluntario durante seis meses. Debía focalizar la atención. Me esforcé por ignorar el dolor, mi alrededor, mi misma existencia.

De pronto percibí el sonido de un puño rompiendo el aire. Pude incluso oler la dirección, la zona donde se estamparía con toda su potencia.

≪Muévete≫, me ordené.

Esquivé el puñetazo a duras penas. En un torpe reflejo, alcé el brazo y lo agarré de la muñeca. Le retorcí el brazo para desarticular su ofensiva. Escuché las suelas de sus zapatos dando un ligero salto para corregir la postura. Aprovechando ese transitorio intervalo entre movimientos, tiré hacia adelante con las fuerzas que pude aunar. 

En el preciso momento en que sus rodillas rozaban mi espalda, me impulsé con los cuádriceps y me elevé unos centímetros para que sintiera que colisionaba contra un muro. Había apretado los músculos para provocarme el mínimo daño posible. La herida no me lo puso fácil. Me estremecí. Mi pierna derecha titubeó.

El asesino de personalidadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora