Capítulo 50

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Apagué el móvil y lo arrojé por la ventanilla. Lo sentía por la agente Turner, su intervención había sido de gran ayuda, pero nuestra colaboración había terminado.

La puesta de sol se cernía sobre las famosas ruinas del centro comercial. Conforme la distancia se reducía, una rigidez poco usual luchaba por paralizarme. Mi parte racional se oponía a la decisión que había tomado. No obstante, un sofocante chispazo en el pecho ponía un bozal a la idea de que intercambiar la vida de Ava por la mía era una locura. El corrientazo era más fuerte que todas las estratagemas mentales con los que intentaba hacerme recapacitar.

Confirmé que la puerta principal de la galería se hallaba precintada con candados y me introduje por uno de las aberturas de la valla que impedía el paso a la parte trasera. En el callejón que bordea la zona de tiendas había varios contenedores de basura a rebosar. Restos de envoltorio de hamburguesas, vasos de refresco y un sinfín de grafitis poco creativos. Condones, cajas de cigarrillos y alguna jeringuilla competían con lo que en otros tiempos había albergado el interior del recinto. Su nuevo uso no dejaba indiferente a nadie.

La puerta de salida de emergencia parecía cerrada. La empujé hacia afuera. El rechinar de las bisagras se propagó como un megáfono. Joder, si no quería llamar la atención de AP, esa maldita puerta le habría alertado de la presencia de un desconocido en su lugar de juego.

Accedí al interior. Tardé un poco en acomodarme a la oscuridad ambiental. Deambulé con sigilo a través de la primera planta. No había un mísero espacio limpio. Los años en desuso le habían dado un toque más sobrecogedor. Las paredes estaban llenas de pintadas nazis superpuestas al típico pintarrajeado radical.

Las tiendas se sucedían a izquierda y derecha. Algunas con la reja metálica, otras con la cristalera hecha añicos y el interior desmenuzado.

Pasé de largo las escaleras mecánicas. Opté por los peldaños de mármol que podían salvarme de hacer más ruido de la cuenta. 

Fue al pisar el segundo tramo de escaleras cuando lo oí. Música. Provenía del piso superior. AP había planeado hasta el último detalle. Tenía que dividir la atención entre la música y cualquier sonido cercano, obviando mis pisadas, los bichos que se escurrían bajo la suciedad y los graznidos de la vieja estructura de metal.

La última sección culminaba en la quinta planta. Reduje la velocidad. No tenía nada preparado para asaltarle. Fácilmente podía poner un pie arriba y recibir un balazo en la frente. Me costó tragar. Los nervios me revolvían las tripas. A lo que yo llamaba programa de supervivencia otros lo habrían calificado como miedo. Me negué a ello. Reacciones fisiológicas sin sentimientos conscientes de por medio, eso me dije. El miedo no era una opción, nunca lo había sido. Ahora no iba a ser distinto.

La escalera hacía un giro helicoidal a la mitad. No conseguí apreciar el techo del centro comercial hasta que me faltaron unos cuantos escalones por recorrer. Me encorvé por instinto al acceder a la planta.

La unificación del azul y naranja del cielo era la única fuente de luz. Fue lo primero que llamó mi atención. La inmensa cristalera tenía vistas a la frontera entre Nueva York y Nueva Jersey. No comprendía cómo aquel lugar había pasado a formar parte de los residuos no orgánicos de la ciudad. Pocos eran capaces de reconocer la belleza que el arquitecto había querido poner de manifiesto con su diseño. AP sí. Para AP aquel sitio era especial.

Sondeé el área. Al principio deslumbrado por el contraste de luces, intuí la forma de una mesa desde la que partía la música. Había varios objetos encima. Torcí los ojos a la izquierda. Y la vi.

En el centro de la plataforma, atada a una silla, Ava me miraba. Una mordaza le impedía hablar. Su expresión de angustia me atravesó. Su rostro estaba enrojecido por el llanto.

Actué sin pensar. Eché a correr hacia ella.

—¡Ava!  

Murmullos ininteligibles escaparon de su boca. Negaba continuamente. Todo su cuerpo se tensó contra las cuerdas. Deduje lo que quería expresar cuando ya era tarde.

Una segunda figura emergió del fondo oscuro del muro. Se situó detrás de Ava y colocó ambas manos en sus hombros. De una de ellas colgaba un cuchillo. Ava se hundió en el asiento. Sus ojos no se despegaron de la hoja que rozaba su piel.

—Me encontraste.

Frené en seco a unos metros de distancia.

—Bienvenido, Oliver. Ava y yo estábamos esperándote.

Jason no se equivocaba. El camarero al que tanto temía me agasajaba con la misma sonrisa que en la cafetería.

Maiden Pears era el célebre AP.

El asesino de personalidadesWhere stories live. Discover now