Capítulo 56

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Las luces de los coches patrulla iluminaban la decadente estampa del centro comercial. Las llamadas de vecinos alertando de disparos hizo sospechar a la policía de un conflicto entre bandas rivales de la zona. Lo que encontraron nada más asaltar el descampado circular les revolvió el estómago.

El rostro desfigurado de un joven, con el cráneo incrustado en el asfalto y la masa cerebral desperdigada, era un festín a ojos de carroñeros. Una de las cuencas oculares había reventado, la otra permanecía tapada por un amasijo de pelo y sangre. Las articulaciones machacadas daban al cuerpo la apariencia de una marioneta con hilos de los que colgaban las extremidades.

El FBI invadió la escena poco después. Sin el menor reparo, una parte del equipo se encargó de acordonar el perímetro. Entretanto, uno de los agentes de mayor rango mostró sus credenciales a la policía y los despachó con un monólogo seco y autoritario que recibió algún que otro insulto a sus espaldas.

A orillas del recinto, Anderson se tomó unos segundos para examinar el cuerpo sin vida de Maiden Pears. Si bien su muerte cerraba el caso, no podía evitar repetirse que el recurso al que le habían encomendado vigilar tenía razón desde el principio.

Maiden Pears era el Asesino de Personalidades.

—Señor, lo hemos encontrado.

Anderson siguió al oficial hacia la entrada del centro comercial. Un grupo de agentes, junto a la brigada de SWATS que prestaba apoyo, se había introducido en las entrañas de la estructura. Un hilo musical partía del piso superior acoplado al rumor amortiguado de unos sollozos. Había civiles con vida.

La unidad rastreó cada uno de los niveles hasta que las linternas alumbraron la figura agazapada de una mujer. Con los fusiles de asalto en alto le indicaron que no se moviera si no quería recibir un disparo. 

—Se está... se está desangrando —consiguió verbalizar Ava, elevando las manos sin parar de llorar.

La agente Turner rompió la avanzadilla y se acuclilló a su lado.

—¿Se encuentra usted bien?

Pese a los movimientos confirmatorios de cabeza, la agente se percató del rictus de desconcierto que paralizaba sus facciones. Todavía procesaba lo sucedido. Al advertir que dejaban de apuntarla, volvió a hacer presión sobre el abdomen de la persona que yacía inconsciente sobre ella.

—¡Mierda, Oliver! —expresó Turner, conmocionada—. ¡Avisad a Anderson! ¡Necesitamos una ambulancia!

—Ya está en camino. Llamé hace... —Se llevó una mano a la cabeza. Le costaba recordar—. Hace diez minutos. Ha perdido mucha sangre. Su corazón dejó de latir unos minutos. He podido reanimarlo, pero ya no...

Apretó los ojos. El cúmulo de lágrimas la enmudecía.

—¿Ha valorado su estado? ¿Sabe sí...?

—No... —Ava se limpió las mejillas con dedos temblorosos—. No estoy segura... Necesita una transfusión inmediatamente y entrar en quirófano. Yo...

—Estese tranquila —intentó apaciguarla—. ¡Agentes, escóltenla hasta uno de los coches! —Se volvió hacia Ava—. Ahora estará protegida, ¿de acuerdo? Tiene que salir de aquí.

—Pero ¿y Oliver?

Turner sonrió con piedad.

—Nos encargamos nosotros.

—Él... él me ha salvado la vida.

—Considero que ha sido al revés.

Uno de los agentes tomó a Ava del brazo y la condujo escaleras abajo. Una vez sola, la agente Turner palpó el cuello de Oliver con la esperanza de escuchar un mísero latido.

—Maldito perturbado —soltó con un matiz aplacado en la voz—. Estás loco.

*

Rastreó con el objetivo de la cámara a la marabunta de federales que asolaba aquel enclave nauseabundo de Hudson Heights. Dos ambulancias habían tomado posición. En la célula posterior de una de ellas sentaron a una mujer con la ropa ensangrentada. Podía moverse por sus propios medios. No parecía que la sangre le perteneciera. Los paramédicos comenzaron un reconocimiento exprés mientras hacían que entrara en calor rodeándola con una manta. Al ampliar el zoom, la observó con mayor detenimiento. Contestaba a las preguntas sobre su estado físico con monosílabos, ni siquiera parpadeaba. 

De la oscura entrada principal emergió una camilla. La mujer reaccionó en el acto. Salió disparada hacia ella y comenzó a interrogar insistentemente a los sanitarios que transportaban a una persona intubada. Descontenta por el modo en que rechazaban contestar a sus preguntas, comenzó a elevar la voz. Dos oficiales se vieron en la obligación de apartarla y conducirla de regreso a la ambulancia.

La camilla rebasó a uno de los hombres al mando de camino a la segunda ambulancia. Reconocía al hombre que tantas veces había tratado de meterle entre rejas. El condecorado agente especial Anderson era una piedra en su zapato de la que, hasta ahora, había logrado deshacerse.

La instantánea a la que apuntaba la cámara lo mantuvo fijo en la escena. Anderson miraba con firmeza a la persona que yacía en la camilla. Le apretó el hombro, desencajándose su rostro por el estado que presentaba, e hizo un gesto a los sanitarios para que prosiguieran.

Estuvo a punto de pulsar el botón cuando Anderson se dio la vuelta. Su rostro invadía el objetivo. Dudó. Quería jugársela a aquel mierda que iba tras su negocio. Pero el sabor de la venganza llegaría y se iría tan rápido como un bólido. Podría arruinar todo por cuanto había luchado.

Guardó la cámara en la funda y se alejó del lugar.

Las fotografías que había hecho al cadáver del asesino gracias al telefonazo de los soplones a los que alimentaba diariamente saturarían los informativos de primera hora de la mañana.

Le lloverían las ofertas, los fajos de billetes, pero también las cartas de demanda. Era una desventaja de su trabajo al que estaba acostumbrado. Las fans trastornadas eran otra recompensa. Nadie se resistía al encanto de un hijo de puta como él.

Mientras recorría la acera marcó el primer número de teléfono de la agenda de contactos vip. Tenía que empezar a barajar con quién hacer negocios.

Una vez más, se sentía imparable.

Hank Mitchell era un ganador. La corona de rey rondador llevaba su nombre.

El asesino de personalidadesWhere stories live. Discover now