Capítulo 33

28 9 21
                                    

Ni una condenada llamada entrante. El localizador había dejado de enviar señales a las horas de entregárselo al vagabundo. ¿Qué esperaba de un hombre con unos cuantos dólares y una insaciable sed etílica? Me sentía un maldito iluso. Había caído muy muy bajo.

Para aderezar la noche de insomnio, imágenes mentales del estado de alteración que había observado en el camarero se sucedían una y otra vez en mi cabeza. Parecía dudar entre echar cuenta a su sexto sentido o catalogarlo como un error de percepción. Y eso hacía que el tiempo transcurriera en mi contra sin una pista que me condujera en la dirección acertada.

Estaba estancado, en punto muerto. Con el móvil en un extremo de la mesa, inocente de mí, describí la sensación de asfixia que había sufrido, de haberme teletransportado a un entorno yermo y sombrío, acechado por decenas de ojos ocultos. El cosquilleo en el estómago que subía hasta la boca. Las náuseas.

En dos días, dos hombres diferentes habían originado las mismas reacciones fisiológicas en mi cuerpo. Sus descripciones no coincidían. Postura, expresión facial, color de ojos, peinado, lenguaje gestual... No había parecido externo. La semejanza estaba dentro. Un vacío de matices oscuros de una magnitud abrumadora.

De brazos cruzados, miré los tres pares de hojas que había elaborado. Las ganas de un cigarrillo lapidaban mi resistencia y el último paquete descansaba vacío en la papelera. 

Tenía dos perfiles con características físicas y de personalidad opuestas, salvo en un elemento significativo.

En el espacio en blanco al final de la hoja escribí una pregunta:

≪¿Te conozco?≫

Sí, esa sensación de familiaridad era lo que me confundía.

Me masajeé los ojos y arrojé la estilográfica encima de los papeles. ¿Qué relacionaba a esos dos hombres de ambientes completamente contrarios? ¿Y qué me relacionaba a mí con ellos? ¿Podía ser que los tres fingiéramos ser hombres normales con un secreto oscuro? ¿Era eso? ¿Estábamos rotos, como decía Anderson? Si bien eso no los convertía en asesinos seriales. Yo era la prueba, ¿no? Podían ser individuos integrados en la sociedad, pese a que su propósito fundamental en la vida se centrara en humillar, abusar y superar al prójimo.

Tomar como cierta esa conclusión cortocircuitaba mi cableado mental. Dejaba en blanco los huecos inconclusos del informe. Me reí de mí mismo; el psicópata secundario en el rol de agente encubierto del FBI amansaba la impulsividad sentado en el sofá de su salón con los ojos fijos en el teléfono.

Solo necesitaba una llamada.

Inducido por la privación de una sustancia que distorsionara la repulsiva realidad, deambulé desesperado por el apartamento. Me sentía vacío, lo que me proporcionaba vitalidad me había sido vetado. Pero eso no impidió que la cámara fotográfica atrajera mi atención. La cogí de la mesita. La satisfacción de una escapada nocturna, de un retrato emocional en el momento álgido, había terminado para mí. Ni siquiera tenía licencia para aceptar reportajes fotográficos fuera de la ciudad, una negativa que a mi jefe en Wild le había extrañado.

Un rostro. No pedía más.

Mecánicamente, sin motivo aparente, me encerré en el baño. Situé la cámara en el lavabo y me agarré al borde ovalado de cerámica. El espejo esperaba a que levantara la cabeza.

Ver mi reflejo había sido un problema desde que tenía conciencia de ello. Ese gris inexpresivo, mortecino, se había convertido en mi debilidad. Mi niñez regresaba por la puerta grande y me estrangulaba con episodios de mi vida que no quería rememorar.

Desde bien temprano había aprendido a fragmentar mi reflejo. Me centraba en secciones determinadas: cabello, cejas, boca... Contemplaba trozos de mí que no me suscitaban nada.

El asesino de personalidadesWhere stories live. Discover now