Capítulo 35

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El mensaje de Anderson era conciso:

≪Hospital Presbiteriano≫.

Dos palabras; una orden.

La mirada envenenada de la administrativa de la unidad de cuidados intensivos me persiguió desde la apertura del ascensor. Si hubiera tenido la posibilidad, me habría tirado café caliente a la cara y empujado por las escaleras de servicio.

Encontré a Anderson en la habitación de su mujer, sentado frente al lateral de la cama. Le acariciaba el dorso de la mano en un gesto repetitivo y delicado que aspiraba evitar romper lo que ya estaba roto. La mitad de su rostro arrojaba una tristeza sobrecogedora. 

Aunque había tomado consciencia de mi llegada, no me miró.

Contemplé el retrato de familia que componían. Destilaban un amor que traspasaba la simple unión de una pareja por la que ya no se siente otra cosa que lástima.

—Se llama Susan.

Encerró la mano de su mujer y apoyó la frente sobre ella. Esa muestra de dolor me impulsó a aproximarme. 

Depositó un ligero beso en sus labios.

—Ocurrió hace tres años —dijo de repente—. Llevábamos meses detrás de un grupo del crimen organizado ruso. Las escuchas y las filtraciones eran una constante. Fue una misión complicada, varios de los nuestros terminaron gravemente afectados. Hubo muchas bajas. Pero cerramos el caso con éxito. O eso nos confirmó el jefe de la unidad. La camarilla del grupo al que creíamos haber puesto fin se las apañó para dar con mi dirección. —Una ira contenida se adueñó de la frase—. Susan estaba en el salón. La golpearon hasta casi matarla. —Me percaté en que abría y cerraba los puños mientras hablaba—: Yo estaba en la ciudad, liado con los informes de última hora de otro caso al que estaba aportando apoyo. La encontré sobre un charco de sangre. Su rostro... apenas era reconocible. Me volví loco... Por un momento no supe qué demonios hacer. —Hizo un breve inciso con un resoplido amargo—. Su corazón dejó de latir durante los quince minutos que tardó en llegar la ambulancia. Solo abrió los ojos una vez. Nunca olvidaré esa mirada...

—¿Te culpaba? —me atreví a formular.

Anderson desvió la vista hacia su esposa y entornó una tibia sonrisa.

—Su mirada decía que no me responsabilizaba de lo que le había sucedido. Luego cerró los ojos, y ya no ha vuelto a abrirlos. —Tomó aire con lentitud—. ¿Entiendes por qué te agredí? ¿Comprendes mi reacción?

—Sin duda.

—Susan... Susan es mi debilidad, mi única debilidad. Y tú has husmeado en mi vida hasta dar con ella.

—Si lo que quieres es una disculpa, estoy dispuesto a...

—¿Sería sincera?

—En realidad, no.

—¡Ja! —exclamó en voz baja—. Maldito hijo de puta.

—Bueno —contesté un paso más cerca de él—, mi pequeña aventura ha contribuido a corregir la versión que me había hecho de ti.

Su boca se mantuvo cerrada.

—Eres un tío decente. Otros en tu posición habrían desistido. Tú te mantienes al filo del precipicio. Eso demuestra tu aplomo, tanto en lo personal como en lo profesional. No eres un hombre con una doble cara. Te muestras al mundo como realmente eres. Y eso lo apruebo.

—¿Que lo apruebas? ¿Ahora necesito tu visto bueno?

—Que me uses a capricho de tus jefes no significa que pueda dejar mi vida en tus manos como si tal cosa. Que seas de la seguridad nacional no implica nada. Ya sabes, hay cabrones corruptos en la piel de federales decentes —me expliqué.

El asesino de personalidadesOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz