Capítulo 4

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A partir de la visita al psiquiatra, los botecitos naranjas repletos de pastillas con un repugnante sabor amargo aderezaron mi desayuno.

Para los ajenos a la ciencia farmacológica, os seré sinceros: los antipsicóticos te transforman en un zombie. La FDA —el organismo encargado de indicar que la sustancia que te has metido en vena y la dosis con la que estás alucinando es ilegal— establece un listado de efectos secundarios que pone los pelos de punta. Tics y temblores, convulsiones, somnolencia, mareos, inquietud motora, náuseas y vómitos... Y solo he comentado los más inofensivos. Si eso afecta a un individuo medio de setenta kilos, imaginaos cómo deja a un crío de doce años con un peso que no alcanza los cincuenta.

Sencillamente, hecho un despojo humano.

Lo bueno de no tener alma es que lo analizas todo. El mundo se transforma en una especie de cuarto inmenso rebosante de datos, ecuaciones y problemas, y vuelcas el tiempo en asimilar el entorno, en evaluar riesgos, probabilidades y resolver los ángulos muertos del camino. Pero el pensamiento convergente es vulgar. Su acierto es sistemático, constante, nada innovador. Pocas personas abren las puertas a la divergencia, a una idea rompedora que instaura una vía lateral por el mero hecho de probar algo nuevo. Arriesgar es de valientes, ¿no? 

Esa necesidad primaria me sentó un día frente al escritorio de mi habitación con el botecito que me estaba destrozando la cabeza.

Lo miré largo y tendido, replanteándome si de verdad yo poseía ese gen para la locura que tanto desagradaba a mis padres, y me vino la inspiración.

Después de casi seis meses a base de los mayores tranquilizantes de la historia, observando a la gente colocarse sin sufrir los efectos que a mí me estaban deteriorando, tuve una idea.

Si los Lauder querían a un niño obediente, lo iban a tener, pero con una pequeña infracción personal.

El pecho se me inundó con la misma sensación que al Oliver de doce años que tiraba las pastillas por el váter y rellenaba el bote con caramelos de color blanco. Recuerdo el inocente sentimiento de superioridad que me embriagó. Estaba creando una farsa creíble frente a quienes creían dominarme. Mientras mis padres pensaban que me atiborraba a Risperdal todas las mañanas, en mi boca se expandía un refrescante sabor a menta.

El problema de haber experimentado los efectos de una droga es que estimula la curiosidad. Si los antipsicóticos podían dejarme como a un muerto en vida, ¿qué me producirían aquellas que no te vende un farmacéutico?

De nuevo, una pregunta que amparaba una solución por mi parte.

Y en mi adolescencia la obtuve, no os quepa duda.

Una larga lista de respuestas y sensaciones, todo hay que decirlo.

De la ingravidez y relajación del cannabis, la hiperactividad de la cocaína, a las distorsiones sensoriales y la desinhibición del Molly. Entre los dieciséis y los veintidós años, puedo afirmar que lo había probado casi todo.

En un colegio privado, adquirir un arsenal de drogas es más simple que en las contrapuertas de la peor calle del Bronx a manos de los traficantes dominicanos que polarizan la mayor parte de la compraventa del Distrito. No hay redadas ni agentes de la DEA que te paren; unos cuantos cientos de dólares, y una bolsita de polvos blancos es tuya.

Reconozco que pillé cierta obsesión con experimentar con cada una de las sustancias que tenía al alcance. La necesidad de crear emociones artificiales, la euforia momentánea y el bajón posterior, disparaban la intriga de un modo que aún no había aprendido a controlar.

Sin nada que perder, hice tratos con un variopinto grupo de compañeros que celebraba las fiestas más exclusivas de la zona. Allí se movía la muchedumbre joven y rica con ganas de juerga y el subidón provocado por la coca. Les pareció extraño que el muchacho de ojos grises y actitud parca les hablara sin rodeos sobre los dólares que costaban unos gramos de la droga que vendían, pero nadie iba a rechazar el dinero extra de un nuevo comprador.

He de decir que contemplar esa jauría enloquecida era entretenido. En una esquina apartada, veía a la jet set que en unos años presidiría el imperio empresarial de sus padres en plena desinhibición. El capitán del equipo de lucha libre esnifaba una raya en el muslo de la animadora que bebía a palo seco de una botella de ginebra. El quarterback de dos metros se adentraba en las faldas de la camello que había drogado a la mitad de los invitados. En el extremo opuesto, las doradas piernas de la principal protagonista del grupo de teatro se enlazaban al torso de un desconocido.

Por aquel entonces yo seguía siendo alguien anónimo para ellos, y lo prefería, aunque de vez en cuando recibía la atención de alguna de las asistentes. Se fijaban en el misterioso chico que lo observaba todo desde un rincón, y no podían aguantar el impulso de comprobar si ese forastero de ojos grises guardaba dentro a un lobo feroz.

Cuando la excitación sexual se mezcla con la pulsión de las drogas, los cuerpos con algo de ropa se transforman en un mercado gratuito para el mejor postor, y yo jugué mis cartas en más de una ocasión. De algunas caras ni me acuerdo. Tal era el subidón que llevaba, que no sé ni cómo llegué a una de las habitaciones con la pícara rubia del instituto vecino, y tampoco cómo acabó encima de mí con esos grandes pechos que rebotaban cada vez que entraba y salía de ella.

Otras noches las recuerdo como espejismos que se distorsionan cuando me detengo en ellos. Pero las drogas y el sexo van de la mano, y en esos tiempos disfruté entre las piernas de más de una mujer.

Sin embargo, no siempre estaba dispuesto a complacer a la primera que quisiera levantarse la falda. Con la mercancía que había comprado, tomaba la botella más cercana y me tumbaba en la soledad de una de las habitaciones. Me alejaba del ruido y de la estupidez humana, y allí me encerraba, en la oscuridad, rumiando sobre las ideas que las drogas asentaban en mi cabeza.

Cuando la juerga tocaba a su fin y el piso componía una sucesión de adolescentes a gramos del coma etílico, vomiteras por el exceso de éxtasis y cuerpos entrelazados que habían olvidado usar protección, desaparecía. Caminaba de vuelta a casa con las manos en los bolsillos viendo el amanecer alzarse sobre mí. En esos momentos de soledad contemplativa, justo como ahora, me daba cuenta de una cosa: ni las sustancias artificiales que imbuían bienestar en el resto eran capaces de despertar en mí una emoción.

¿Pero quién me creía yo? El doctor Bertrand había descubierto mi incompletitud años atrás. No existía esperanza alguna. Era y soy un hombre sin alma, y las drogas no podían cambiarlo.

No niego que algo decepcionado, con el tiempo abandoné aquella satisfacción ficticia. Como los neurolépticos en mi infancia, las noches en universos alternativos plagados de colores, confusión y pseudoalucinaciones me estaban dejando hecho polvo.

El problema era que el gusanillo estaba ahí, picando, rascando bajo la piel. Era incapaz de liberarme de la cárcel que yo mismo había construido. Y por el simple hecho de darme el gusto, tras deshacerme de todo lo que había recorrido mi torrente sanguíneo más veces de lo que me hubiera gustado aceptar, me guardé un cargamento especial.

El LSD me transportaba a un mundo donde la repugnante clase elitista en la que me había criado no tenía cabida. Los ricos despliegan su poderío en la cima de la pirámide alimentaria, pero hasta la cúspide asume ciertas divisiones internas. Los Lauder pertenecen a la sección privilegiada que desprecia a los nuevos millonarios, la élite conformada por artistas, deportistas y ganadores de la lotería. Cuando el dinero se lleva en la sangre, uno se siente con el derecho a humillar a quien come de la misma mesa. La burguesía y sus normas...

La universidad era mi salvación, mi plan de fuga. Largarme de esa casa que nunca sentí como un hogar y olvidar que Margie y Jeff ostentaban el puesto de padres.

Bien acomodado en uno de los áticos de la Avenida Madison que el dinero familiar había comprado, todo dependía solo de mí.

Mi vida como fotógrafo titulado por la respetable y prodigiosa Escuela de Diseño Parsons dio pistoletazo de salida a la vocación por la que estoy bien remunerado. Pero esa maldita necesidad que creía satisfecha no quiso darse por vencida. Y era debido a ella que, actualmente, rumiaba sobre mi destino frente al río Hudson.

La diatriba mental no era para menos; la cárcel no estaba entre mis planes a largo plazo, y ser instruido por una corporación aparentemente patriótica me resultaba inverosímil. Pero ahí estaba yo, por inconcebible que pareciera, considerando la oferta de ingresar en uno de los departamentos de seguridad nacional más conocidos.

¿Cuándo la palabra espía había dejado de ser un mal chiste para convertirse en una realidad?

El asesino de personalidadesWhere stories live. Discover now