Capítulo 24

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La recepción del consultorio en Cobble Hill transmitía calma. La música ambiental, una melodía chill out , relajaba los nervios de los escasos cuerdos que se veían en la tesitura de poner en orden sus vidas. Por suerte, a aquella hora la sala de espera era toda para mí.

Me había decantado por algo más práctico para Anderson, un especialista aburrido y monótono en la ecuanimidad de uno de los despachos en el epicentro de Nueva York. Pero había caído en la trampa de mis propios prejuicios. Al rebasar el umbral, aquel entorno de colores cálidos conseguía trasladarte a un mundo alternativo.

La profesional que sacaba los cuartos al neurótico sentado frente a ella era una experta en el uso estratégico de la decoración. No tenía dudas de que había estudiado al milímetro los beneficios que el diseño de interiores ofrecería a su consulta. La tonalidad asalmonada de las paredes te zambullía de lleno en las reminiscencias de mediados de otoño, de las hojas que habían comenzado a desprenderse de los árboles. O, quizás, como era mi caso, arrojaba imágenes de los numerosos atardeceres que había robado de la costa española. Esa capacidad para sumergirte automáticamente en una especie de lugar seguro quitaba el pestillo a las resistencias y hacia que las defensas bajaran la guardia. Preparaba el terreno.

Ese entorno no guardaba misterios para mí. Lo sentí como mi segundo hogar, un lugar tan jodidamente perverso como el primero. Habían hurgado demasiado en mi cabeza, en mis posibilidades de cambio y mis actitudes molestas, como para despreciar el supuesto fin altruista de la persona a la que pagabas por destripar tu vida entera.

Pero esta vez no era yo el sujeto de estudio. La llamada que había culminado con la programación de una cita a media tarde era una mentirijilla a medias. Mi vida había dado un giro de tuerca que todavía no había asimilado, y qué mejor que abordar la sesión con esa incertidumbre para jugar a dos bandas. No hay nada como meterse en la mente de alguien que trata de hacer lo mismo contigo.

Anderson había sido muy inocente regalándome el nombre de quien me detallaría sus secretos.

—Nos vemos la semana que viene, Margaret.

De la puerta del despacho surgieron dos personas. La psicóloga se despedía de su primera paciente de la tarde con una amplia sonrisa. La mujer me echó miradas nerviosas y salió de la consulta. Estábamos solos.

—Usted debe ser Oliver Lauder.

Me miró con esa amabilidad exquisitamente amoldada a su perfil profesional.

—Un placer conocerla.

Nos estrechamos la mano. Aquel primer contacto originó que una nueva sonrisa rasgara la forma almendrada de sus ojos. Hacía mucho que no estaba ante una belleza como la suya.

—Adelante. 

Me apropié de uno de los dos sillones de felpa rosados. Una mesita cuadriculada con una caja de pañuelos y unos cuantos caramelos en un cuenco de cristal funcionaba de intermediario. La psicóloga tomó asiento en un sillón de mayor tamaño. Sobre su regazo posó una libreta. Enlazó las manos y soportó su cuerpo en uno de los reposabrazos.

—Me llamo Emily —se presentó—, no es necesario que nos andemos con formalidades, si así lo prefiere. Lo que más le guste y le haga sentir cómodo.

—No tengo problema —acepté.

La psicóloga sonrió a la primera de las resistencias que creía haber eliminado.

—Bien, Oliver, ¿has acudido con anterioridad a terapia?

Deslicé la yema del dedo índice por mi comisura inferior.

—Alguna que otra.

—Entonces, no eres nuevo en esto. Sabes cómo funciona.

—Todos los loqueros son iguales, ¿no?

El asesino de personalidadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora