Capítulo 11

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5 meses después...


Un mes antes de que nos graduáramos como agentes del FBI recibí la visita inesperada de Anderson. Hacía semanas que no sabía nada de él. Su función de escolta fue delegada en un subordinado al que no le caía precisamente bien. Yo era un depravado para él, un despojo humano con la función caritativa de reducir al mínimo los trastornos mentales del distinguido departamento de seguridad, lo que le había llevado a otorgarse el título de mi torturador personal.

La puesta en libertad se estaba eternizando. Los días retrocedían en el calendario. Apretando la mandíbula, aceptaba la orden de rodear a trote la academia las veces que estipulara necesarias. Todo por su regocijo. Por las noches acababa fatigado, hundido en la dureza del colchón, sintiendo los músculos sobrecargados. Dudaba que mi cuerpo soportara una carga similar al día siguiente. La imagen de aquel cabronazo me acompañaba en cada pesadilla.

Y cuando ya creía que la sucesiva tanda de flexiones que debía triplicar me regalaría una lesión en el hombro, con las sacudidas que se esparcían por mi mano al intentar llevarme la cuchara del insípido porridge a la boca, la figura del agente Anderson traspasó la puerta del comedor.

Me indicó que saliera del comedor y se perdió por el pasillo. Lo encontré en el exterior, en una de las esquinas del gran edificio de ladrillo color hueso, con un cigarro en los labios y un paquete cuadrado bajo el brazo. El olor del tabaco se pegó a mi cerebro como un mal bicho.

—Disculpa al agente Brewster —me saludó—. Le gusta tocar las pelotas.

—Pues conmigo ha hecho un trabajo excepcional. —Me apoyé a su lado, en la pared. Los pinchazos de la musculatura dorsal se ensañaron con mi espalda. Cerré momentáneamente lo ojos mientras la sensación se iba disipando—. ¿Por dónde te has perdido, Anderson?

—Trabajo.

—¿Algo trascendente para el futuro de la nación? —bromeé.

—Lo suficiente como para que la policía de Nueva York se vea en la tesitura de adjudicarnos a nosotros el asunto.

—¿Un asesino escurridizo?

Anderson tomó una bocanada del cigarro y expulsó el humo por la nariz.

—Una sanguijuela más de este mundo infecto. —Tamborileó con los dedos en el paquete—. ¿Ansioso por la graduación? —me preguntó entonces, aparcando el tema.

—Nunca antes he tenido tantas ganas de volver a pisar mi ciudad —reí después, despuntado una mueca como complemento a los desaboridos recuerdos de aquellos cinco meses.

—En treinta días serás libre.

—Esa libertad es muy relativa.

—¿No echas de menos las vistas desde tu ático?

—¿Voy a tener cámaras de vigilancia y escuchas como un perro que debe ser amaestrado?

Anderson carcajeó.

—Como un maldito perro amaestrado —aseveró.

—Entonces ya sabes mi respuesta.

—Pero volverás a tu vida, Oliver, o a lo que queda de ella. —Me buscó de soslayo—. Volverás a fotografiar la naturaleza que tanto te gusta. Reanudarás tu papel de hijo de los Lauder, de millonario ignorante de los ceros de su cuenta bancaria.

—Hasta que me envíen a una misión suicida —me anticipé a concluir.

Resopló sin alterar la sonrisa, como si la perspectiva que yo había planteado no resultara tan negativa. Se separó de la pared y se situó frente a mí. De repente, me tendió el paquete de cartón.

El asesino de personalidadesWhere stories live. Discover now