Capítulo 40

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AVISO *  Contenido +18 (violencia, sangre)

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Saboreé la sangre de Ethan. Nuestros labios todavía se tocaban. El beso apasionado al que nos habíamos lanzado después de que finalizara la canción no había cumplido sus expectativas de un revolcón romántico con la cita a la que había mostrado los recovecos de su hogar. Los brazos de Ethan habían aflojado la presión con que me abrazaban. Sus ojos descendieron y enfocaron el cuchillo incrustado en su vientre.

Hizo amago de respirar separándose de mí. Curvé la hoja. Su boca expulsó una bocanada con los escasos resquicios de oxígeno que quedaban en sus pulmones y un flujo cuantioso de sangre.

Lo saqué con lentitud, recreándome en el terror que desbarataba una piel joven sin imperfecciones, y volví a incrustarlo en su tórax. 

Ethan dio un paso atrás. Fue lo peor que pudo hacer. Sus músculos se engancharon al filo cóncavo del lomo de la hoja. El gancho lo destripaba. Ethan quedó suspendido en el aire. No podía caer al suelo mientras el cuchillo estuviera atascado en el ovillo de vísceras.

—I... Ian.

Me había llamado por el nombre de mi personalidad alternativa. Ian Parker, un terapeuta ENFJ que le había hecho sentir la protección paternal que nadie le había entregado jamás.

La cita no había comenzado con buen pie. Nuestra compatibilidad era amarilla. La atracción instantánea estaba ahí, pero había que buscarla.

Conversamos sobre muchos temas. Ian Parker, en función de su estructura de personalidad, era un estudioso del conocimiento humano. No obstante, su pasión, lo que amaba por encima de todo, era instruir a los desvalidos a los que este mundo les venía grande, servirles de guía. De ahí que se hubiera especializado como terapeuta.

Sintonizaba con las emociones y necesidades de Ethan. Encontraba el lado bueno de aquello que pintaba como funesto. Le pintaba una perspectiva que sorteaba la irremediable negatividad de aquel que se tropieza dos veces con la misma piedra. Elogiaba cada logro conseguido por un chico de veintitrés años procedente de una familia negligente. Nadie le había proporcionado una crítica que no fuera cruel, y recibir las alabanzas de su cita disparaba su autoestima. Nunca había conocido a una persona que se preocupara por el bienestar ajeno, que no comparara sus triunfos con los suyos propios, que se interesara por su vida sin intentar cambiarla.

En solo dos horas, Ian Parker había hechizado al joven al que iba a matar.

—Ese no es mi verdadero nombre.

Impelí el cuchillo hacia mí, rasgando el intestino. Ethan se derrumbó sobre la batería. El estruendo no se oyó en el exterior. Los muros estaban revestidos con fibra de vidrio para insonorizar los ensayos de su banda de música. Un punto a mi favor.

Anduve hacia Ethan. Sus ojos eran dos gotas de pánico. Me coloqué a horcajadas sobre sus muslos. La sangre comenzaba a extenderse por el cemento pulido.

—Yo no soy Ian.

Levanté el cuchillo. El movimiento hacia atrás contrajo la lesión que tenía en el hombro. El mango osciló en mi mano. Maldije para mis adentros, lo que cabreó a mi sombra. A lo largo de la cita, el traumatismo del golpe contra el suelo había entorpecido mi papel. Tuve que fingir una lesión crónica causada por una afición al deporte. Una nimiedad que no afectaría al personaje, pero que para mí significaba un desperfecto. 

Mientras Ethan me contaba sus andanzas con su grupo de música, imágenes mnésicas de aquel fotógrafo con mi misma sed de oscuridad aparecían detrás de su silla y me distraían. Había malinterpretado las señales, un descuido que mi ser calificaba de error garrafal. Oliver Lauder estaba entrenado para hacer frente a una situación de peligro imprevisible. Estuvo a punto de descubrirme. Por primera vez, el que huía era yo.

La frustración dio paso a la rabia. Mientras remediaba las magulladuras que habían rasgado mis prendas y ajustaba una venda entre el pecho y el dorsal, mi cabeza elucubraba las maneras de despedazar a Oliver Lauder. Estaba ansioso y ofuscado. Tragué tres cápsulas de Advil y preparé el aspecto físico del terapeuta Ian. El parásito mental no me dio tregua. La cara de Oliver Lauder, su sonrisa pedante, me perseguía por todos lados.

Apreté la mandíbula combatiendo el dolor y asesté una puñalada en el estómago de Ethan, justo debajo del esternón. Convulsionó, todo su cuerpo se irguió del suelo y volvió a caer. Sus dedos gateaban por la superficie buscando algo con lo que defenderse.

De la nada, el rostro de Oliver Lauder asaltó los rasgos faciales de Ethan. Parpadeé varias veces. El momento de goce que deseaba experimentar no estaba saliendo según lo planeado. No sentía esa excitación interna que me hacía estallar. La euforia brillaba por su ausencia. Por el contrario, la ira despedazaba mis planes. Aquel episodio de éxtasis me estaba sabiendo a poco.

Soñaba despierto con el momento en que Oliver asumiera el papel de aquel cantante. Con las muñecas y los tobillos inmovilizados, bocarriba, visualizaba el cuchillo hundiéndose en la axila, por encima del hueso esternal, en dirección al corazón. En contraposición a mis víctimas anteriores, Oliver no lloraba, ni suplicaba o entraba en pánico. Solo me miraba sin pestañear. Quería hacerme exactamente lo mismo que yo le estaba haciendo él.

En vez de atacar directamente al corazón, la hoja continuaba hacia el cuello. Una incisión de unos diez centímetros e introducía los dedos en su interior. Palpaba la tráquea, el esófago. Pero no los sacaba.

Efectuaba un corte en el vientre y tomaba el cuchillo hacia arriba, con los dedos índice y corazón también mirando al cielo. Es la mejor forma de levantar la piel y separarla de las tripas sin perforar ningún órgano. Debía mostrarme agradecido por las clases de caza de mi padre. Luego avanzaba hacia el diafragma. Lo perforaba sin contención. Oliver seguiría vivo, o al borde de la inconsciencia. Nos contemplábamos el uno al otro. Su escasez de emotividad me satisfacía. El fervor retornaba.

Me faltaba el último paso para culminar un trabajo que, aunque efímero, me conduciría a la plenitud. Si la primera parte no le había gustado, con la segunda, francamente, me esperaría a las puertas del infierno para cobrarse su venganza. Solo necesitaba una vara, cuerdas y un cuchillo de hoja curvada. ¡Ah! Y bastante lona de plástico. El desollado lo llena todo de sangre.

Igual se destripa a una persona que a un trofeo de caza.

El indicio de asfixia en Ethan había preparado el terreno para una tos intermitente que desperdigó gotas de sangre por mi camisa. Me sacó de mi abstracción. Y me irritó. Había disfrutado más de aquella representación mental que de la vida que robaba de manera paralela.

Clavé una y otra vez la navaja. La sangre brincaba al exterior como diminutas erupciones volcánicas. Ethan temblaba sin parar, pero su frenesí interior no se ligaba al mío.

Pretendía someter a mi voluntad una sensación automática. La intención consciente lo destruye todo.

Estaba convencido de que aquel chico sin un criterio muy exigente para prendarse de una persona, incapaz de ver los defectos de aquellos de quienes se enamora, me haría olvidar mi encontronazo de la tarde y me cedería el derecho a abusar todo lo que necesitara de él hasta saciarme.

Sentí aquel desacoplamiento como un castigo. Un castigo por mi torpeza.

No estoy seguro de cuántas puñaladas después, tras asearme en el baño de Ethan mientras su cuerpo se enfriaba en la cochera, decidí regresar a la vida de Maiden Pears.

En el móvil había acumulados varios mensajes de Natasha invitándome a su piso. Había rechazado su asistencia a una fiesta de la universidad para reunirse con su novio.

Tendría que inventar una excusa más convincente sobre mi lesión en el hombro. No me apetecía que Natasha me sometiera a un interrogatorio. Necesitaba su cuerpo para desfogarme.

El dulce y apasionado Maiden Pears iba a quitarse la máscara y mostrar lo que escondía.

El asesino de personalidadesOnde histórias criam vida. Descubra agora