Capítulo 25

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La cristalera emitía un espejismo diáfano del basto recibidor del hospital. Desde hacía unos años, los centros médicos habían comenzado a plagiar el interiorismo hotelero. No parecía una idea descabellada el plantearte una noche en una lujosa suite con una televisión de plasma en la pared y tres tandas de comida al día. La lobreguez de lo arcaico, de la estructura abarrotada de enfermos y curanderos, había pasado a mejor vida.

Paseé entre los sofás de cuero blanco hasta el letrero que indicaba las secciones en las que se dividía el hospital. La unidad de cuidados intensivos estaba localizado en el sexto departamento.

En un rápido vistazo del entorno, me situé tras uno de los grupos que subía las escaleras. En el primero de los ascensores, me escabullí del montón acoplándome a varios individuos vestidos de uniforme. Fui quedándome solo a medida que ascendíamos. El ruido que cernía el interior del ascensor se mitigó al detenerse en mi destino.

Y, de pronto, me hallaba en zona fantasma. Los empleados de la planta andaban con una cautela flotante, como si aquellos que respiraban artificialmente pudieran poner una queja por alboroto. 

Una joven enfermera cuya palidez se proyectaba en su atuendo violeta tecleaba en el ordenador de administración. ¿Cómo acercarme a ella sin un motivo justificado? Nada me relacionaba con lo que quisiera que había ido a hacer allí. Solo tenía un nombre.

Elaboré un plan en medio segundo. ¿Nadie os ha dicho nunca que la mejor forma de que os hagan un favor es haciéndoles uno antes? Es una estrategia de persuasión que nunca falla. Los favores espontáneos te comprometen a devolver ese gesto supuestamente caritativo. La regla es sencilla: ayuda a quien te ha ayudado.

Pero, claro, no es tan sencillo. Hay un punto crucial que ha de tenerse en cuenta o tu inofensiva petición se va al garete tan rápido como sale al descubierto tu intento de manipulación. Para una persona árida, retraída, poco convencida de sí misma, se convierte en un obstáculo insalvable. ¿Para mí? Un talento de la máscara que había creado.

¿A qué me refiero? Simple; para que alguien se vea en la urgencia de responder a tu favor, has de gustar. Sí, gustar. Molesto, ¿no os parece? El ser humano es denigrante en cualquiera de sus facetas, pero así está establecido en las estúpidas convenciones sociales que nos han metido en la cabeza. Si alguien nos ayuda sin que lo hayamos pedido, al momento se esquematiza en nuestro cerebro una imagen positiva de esa persona. Nos cae bien, nos agrada. Su conducta nos dice que es alguien fiable y que, como ser afable que es, merece nuestra ayuda.

Así que, tras analizar el aspecto demacrado de la enfermera de la que sospechaba una guardia con más horas de las estipuladas en su contrato, llevé a cabo mi puesta en escena.

Del dispensador de cafés de la esquina tomé dos vasos. Me aproximé a ella con una sonrisa de oreja a oreja. Alzó la mirada cuando los deposité en el mostrador.

—¿Desea algo?

—Vengo de parte de Anderson. ¿Quiere? —le ofrecí empujando el vaso de café por la encimera de plástico—. Me sobra uno.

Sopesó aquel inesperado ofrecimiento. Pero sus ojos miraban el café como si representara la única droga que no tenía prohibida, apartando la idea de un pinchazo en el muslo que la activara durante la larga jornada a la que debía hacer frente.

—¿Está seguro?

—Por supuesto. Todo suyo —dije, y agrandé una sonrisa tan fidedigna como falsa.

—Muy amable por su parte. —La enfermera respondió con otra sonrisa y dio un trago al café. Cerró los ojos al saborearlo, aquel placebo tenía un efecto instantáneo en su organismo—. ¿Ha dicho Anderson?

El asesino de personalidadesWhere stories live. Discover now