Capítulo 13

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Un mes antes...

—Que paséis buena tarde.

Me despedí desde la puerta. Había previsto aquella escapada a media día con la excusa de una visita médica. Nada grave, le había asegurado a la dueña de la cafetería, la encantadora Dorothea Kane, Dory para los más cercanos, y a su hija, Natasha. La preciosa rubia de inocentes ojos turquesa se ruborizó al advertir mi sonrisa. La vi desde el cristal con la mano aún levantada, lamentando que me marchara sin un adiós más íntimo.

Compartíamos vecindario desde la tierna infancia, y desde que la inigualable Dory me ofertó un puesto en su café, la mirada de aquella joven universitaria me acechaba por todo el establecimiento. Servía mis mesas cuando estaba hasta arriba de clientes, me preparaba la comanda que se me acumulaba en la lista y me acorralaba al inicio de la jornada con un abrazo de buenos días.

Esa universitaria estaba loca por mí. No hacía falta que me lo dijera. Su comportamiento, su lenguaje corporal, era como estar ante un bebé que ansía los brazos protectores de su madre. Percibía su enfado cuando alguna mujer me escribía su número de teléfono en el recibo del café. Me avasallaba a preguntas si desaparecía sin una explicación convincente.

¡Cómo me divertía su ingenuidad! Manipularla era un juego de niños. Notaba cómo todo su cuerpo se tensaba al rozarla intencionadamente, el peculiar matiz rosáceo que pintaba sus pecas doradas. Su nerviosismo al colocarle un mechón tras la oreja, cómo desviaba los ojos y sofocaba una exhalación cuando la observa durante más segundos de los que era capaz de soportar.

Natasha era un juego, un juego muy entretenido. Y mi tapadera. Era perfecta. Tan encantadora, tan sumisa... A menudo Dory me recriminaba por no haberme declarado a su hija. Las alusiones a la buena pareja que hacíamos no se las guardaba para ella. Todo el local conocía las insinuaciones de la dueña, a la que Natasha intentaba cerrar la boca sin mucho éxito.

Pero ¿qué podía hacer yo? Para Dory era como su segundo hijo. Había vivido a corta distancia la penuria económica de mi familia, mi frustrado cambio de planes al no ingresar en la universidad por ayudar a pagar las facturas de mis padres. Las idas y venidas en casa, los números rojos que presagiaban duros meses a base de lo indispensable.

Yo era un hombre correcto. Cívico, responsable y moral, a ojos de terceros. Y el esfuerzo no había sido en balde. Consciente de mi necesidad de espacio personal, Dory me había ofrecido uno de los pisos que alquilaba en la ciudad. Un cuartucho microscópico, cuya cocina, salón y dormitorio eran uno. Sin embargo, para mí era el lugar ideal.

No tenía un contrato de alquiler con mis datos, eso había sido un golpe a favor de aquel cuchitril para ratas. Dory restaba el dinero de mi sueldo, y los pocos dólares sobrantes me los pagaba en mano. Eso me facilitaba las cosas. Oficialmente, no constaba mi localización en ninguna zona de Nueva York. Ni residencia ni trabajo. Era un hombre que zozobraba en el viento como un nómada.

Un cosquilleo se adhería a mis entrañas a medida que me alejaba de la cafetería. Ese día era decisivo. La excitación me pintaba una sonrisa incontrolable. Estaba tan cerca de tocarlo, de hacerlo realidad, que sentía la necesidad de echar a correr.

No había momento en que no pensara en la sangre cubriendo mis manos. En el olor que desprendería al deslizarse de la herida abierta en la carne. En ese cuerpo exudando todo el miedo mientras tomaba conciencia de que el afable hombre al que había dejado entrar no era quien decía ser.

La excitación contraía instintivamente mi mandíbula. La saliva se agolpaba en mi lengua, lista para probar lo que por tanto tiempo se había prohibido.

Tardé un tiempo en comprender que yo era especial.

En todo ser humano impera el principio de los opuestos. A todo lo positivo le sobreviene su lado negativo. Conocer lo bueno de algo o de alguien nos lleva irremediablemente a descubrir su miseria. Y es en esa oposición donde nace la pulsión. En mi caso, una pulsión voraz, inagotable. Esa lucha de contrarios lleva conmigo desde que tengo conciencia. Siempre observando las dos caras de cada acto, debatiendo el motivo por el cual tendemos a decantarnos por la falsa bondad.

El asesino de personalidadesWhere stories live. Discover now