Capítulo 9

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La mañana del domingo empezó con el sonido de las sartenes de mi madre.

Otra vez.

Por Dios, pensé que estas torturas habían acabado cuando empezó el curso.

Bajé como si fuera un zombie a la cocina, y sentado sobre una silla, desayunando, estaba mi padre. Me desperté inmediatamente.

—¡Papá! —Corrí a abrazarlo y él se levantó entre risas para acogerme entre sus brazos.

—¡Lauren! —Me levantó la barbilla para mirarme a la cara—.Madre mía, estás enorme.

—Papá, sólo has estado fuera una semana. No he crecido nada.

—De alto no, pero de ancho... ¿Cuánto has engordado? ¿Veinte kilos? —Le golpeé en el brazo y ambos nos echamos a reír.

—Mi culo no ha crecido tanto como tu calva, querido padre.

—¿Cómo osas? ¡Yo te di la mitad de mi información genética! —Y empezó a perseguirme por la cocina, haciéndome cosquillas.

Mi madre se acercó y nos separó.

—¡Basta ya! Siempre estáis igual, peleando como niños pequeños. Y lo tuyo tiene más delito, Joe, que vas a cumplir cincuenta y dos.

Mi padre agarró a mi madre y le plantó un beso en la frente mientras me guiñaba un ojo a mí. Yo me senté al lado de mi padre en la mesa con una sonrisa mientras cogía unas tortitas. Vaya, parecía que el ruido de las sartenes de hoy  sí que había servido para algo.

Miré a mi padre. Era un hombre que se conservaba genial para su edad, con unos ojos azules vivos -que por supuesto yo no había heredado, los míos eran marrón simple-, y un pelo negro  de anuncio que resaltaba la palidez de su piel. Obviamente no estaba calvo, al igual que yo no había engordado. Mi padre me dijo de pequeña que los insultos podían hacer más daño que los golpes, y que tenía que tener cuidado. Así que inventamos un sistema de insultos que consistía en alabar las cualidades del otro por medio de la ironía. Realmente sigo sin ver el sentido del ejercicio, pero había aprendido a no insultar a la gente mientras me divertía con mi padre, y nunca habíamos parado de hacerlo.

Adrian bajó las escaleras igual de dormido que yo, y reaccionó de la misma manera -pero con un estilo mucho más machote, por supuesto-. Cuando terminaron de abrazarse y golpearse la espalda como trogloditas, se sentaron de nuevo en la mesa, esta vez acompañados por mi madre.

Hacía una semana que no desayunábamos todos juntos, y vernos así de nuevo me llenó de felicidad. Por supuesto, mi madre la rompió inmediatamente.

—Aprovechando que has vuelto, Joe, mi madre ha decidido venir a cenar. —Todos la miramos con pánico—. Y os comportareis como personas maduras, por favor.

Nos miramos entre nosotros -Adrian, mi padre y yo- con caras de horror. Mi abuela era la persona más controladora y agobiante que había conocido nunca, y prefería mantenerme lo más alejada posible de ella. Mi padre estaba en su lista negra por hacer comentarios inoportunos y ofensivos -era humor, pero no esperaba que lo entendiera-. Mi hermano la había decepcionado porque tenía veintidós y aún no había sentado la cabeza -a ver que decía cuando supiera que había empezado en serio con una mujer que le sacaba diez años-. Y yo... bueno, yo era su cruz. Tenía diecisiete años y mi objetivo en la vida era ir a la universidad. ¿Cómo podía dormir tranquila sabiendo que aún no controlaba las labores del hogar? ¿Sabiendo que seguramente iba a morir sola porque aún no había salido con ningún chico? ¿Sabiendo que estaba comprando mi billete al infierno cual pecadora desvergonzada? Sin duda, este era un comportamiento despreciable en alguien de mi edad.

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