Capítulo 10

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—Marie, querida, pásame la ensalada.

Sonrió con satisfacción cuando se la tendí.

—Menos mal, pensé que ibas a negarte, igual que te niegas a hacer las labores del hogar. —Me miró con un intento pobre de compasión—. Tienes que entender que ya no eres una niña, y que tendrás que hacer todo esto cuando te cases.

Todos escuchamos su «Si te casas» susurrado, y mi familia me lanzó miradas de apoyo. ¿Lo peor de todo esto? Que yo sí que hacía cosas en casa. A la hora de trabajar todos seguíamos un principio, "Cada uno hace lo suyo y mamá cocina para todos". A mi madre le encantaba hacer la comida.

Y a mi abuela le encantaba humillarnos.

—John, me parece genial la labor que estas haciendo. —Mi hermano frunció el ceño—. Me refiero a los pantalones. Es un gesto muy bonito vestir como un pordiosero para que los que no tienen recursos se sientan acompañados.

Todos miramos los pantalones de mi hermano, y casi se me desencaja la mandíbula. Eran unos vaqueros. Unos malditos VAQUEROS. Y ni siquiera tenían agujeros, eran lo más simple y modesto que podías encontrar.

—Abuela, no creo que sus pantalones estén tan mal. —Mierda. Me había salido solo, no planeaba decirlo. Mi abuela se giró lentamente hacia mí -a lo niña del exorcista- y sonrió.

—¿Y tú que sabes? Tu ropa no es mucho mejor. ¿A qué aspiras llevando unos pantalones tan ajustados? —Ajustados lo dudo, abuela. Esto es lo más holgado que vas a encontrar en tiendas que no estén afiliadas al circo.

Mi madre se levantó con una sonrisa tensa y miró a mi abuela.

—Voy a por el postre. ¿Me ayudas, mamá?

—Claro que sí, ya que la niña no lo hace... —Rezongó mi abuela mientras salía de la habitación. Mi madre la siguió y nos lanzo a todos una mirada espantada.

Vale, al parecer mi madre no estaba contenta sobre como se estaba desarrollando la noche.

No era la única.

—Bien, chicos. Sólo queda el postre, concentraos en eso. Vuestra madre quiere que esto salga bien, y necesitamos estar a la altura. —Miró hacia la puerta por la que se habían ido—. Espero sinceramente que vuestra madre me lo sepa agradecer. Ruidosamente, a poder ser. —Nos guiñó un ojo mientras nosotros nos esforzábamos por no vomitar. —Así que ya sabéis: escucháis, os tragáis lo que diga y asentís como si os importara algo. Y bajo ningún concepto contestáis —me miró directamente— o la atacáis física o verbalmente, por mucho que todos queramos. Podemos con esto, ¿Vale?

Mi madre volvió a entrar en la habitación antes de que pudiéramos contestar, seguida por mi abuela. A juzgar por la cara de mi madre y el gesto de asco de mi abuela, había habido criticas respecto a la cocina de mi madre. Y eso era un golpe bajo.

—Imogen, ¿Te está gustando la comida? —Preguntó mi padre a mi abuela, con una cortesía que todos sabíamos que no se merecía.

—Pues justo ahora se lo estaba comentando a Sarah, Joe. No sé por qué habéis renovado la cocina, pero el salero debe estar roto. Lo único que he podido saborear durante la cena han sido mis papilas gustativas muriendo abrasadas.

Mi padre me lanzó una mirada severa antes de asentir sonriendo, tal y como nos había dicho que hiciéramos. Mi abuela cabeceó satisfecha, y yo solté el pedazo de mantel que había agarrado con fuerza.

Nadie, repito NADIE, faltaba al respeto a la comida de mi madre. Sus manos eran capaces de cocinar el menú de fiesta del Olimpo, y no iba a venir esta señora sin criterio a decir que las maravillas comestibles de mi madre estaban saladas. Respiré profundo y me recompuse.

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