Capítulo 24

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Cuando llegó el jueves yo ya había perdido toda esperanza. Llevaba desde el lunes estudiando el examen de física del martes siguiente -que lío de fechas- y mis posibilidades de aprobar eran mínimas.

Mejor dicho, inexistentes.

Mi única oportunidad de conseguir algo -y poder ir a la fiesta del sábado a ligar con mi amado Nick como la desesperada que era- pasaba por que Evan me ayudara.

Por desgracia, él era el único capaz. Mi padre no estaba, mi madre era otra negada como yo, mi hermano, Cassie y Nick eran de letras y Richelle me daba asco.

Pero como al parecer el partido de este sábado era complicadillo -sí, ese partido por el que se hacía la ya nombrada fiesta y al que nadie prestaba atención-, el entrenador había obligado al equipo a entrenar el doble de tiempo esa semana.

Esta desagradable circunstancia -me cago en el maldito entrenador- me había obligado a estudiar sin la ayuda de Evan desde el lunes.

¿Resultado? Mi paciencia se agotaba y mi cerebro estaba a dos fórmulas de colapsar.

Solté el bolígrafo con el que había garabateado un par de números y un Mickey Mouse durante media hora y traté de no gritar por la frustración.

Odiaba la física. Con toda mi alma.

Me estiré como un felino con artrosis y le di otro sorbo a mi CocaCola mientras echaba un vistazo al reloj de mi mesilla.

Eran las 7 y media.

Las 7 y media de la tarde y aún no me había suicidado.

Viva yo.

Bajé al piso de abajo para estirar las piernas y alejarme de mis apestosos libros, y me senté al lado de Adrián en el sofá.

Permanecimos un rato en silencio, mirando a la nada, él porque estaba embobado desvelando el secreto de la tele apagada y yo porque cuanto antes hablara, antes tenía que subir de nuevo.

— ¿Qué tal, hermanita? —Se giró hacia mí con cara inexpresiva—. ¿No estabas estudiando? ¿Ya has terminado?

— ¿Terminado? —Solté una carcajada—. Ojalá. Estoy igual que al principio.

— ¿Quieres que te ayu...

—Es física.

Adrian bufó.

—Lo siento, pero te las apañas solita. No entiendo nada de esa mierda.

—Ni yo, ese es problema.

Después de este ataque de compasión mutua Adrián volvió a sumirse en un estado de empanamiento perpetuo.

Me levanté del sofá y fui hacia la cocina, sin intentar seguir la conversación con mi hermano. Ya sabía que no iba a conseguir nada. Llevaba desde el martes con esa cara de hojarasca mustia y no había dicho ni una sola palabra más allá de las necesarias.

No sabía que le pasaba, porque cada vez que preguntaba él sólo negaba con la cabeza, pero había supuesto que quería intimidad y no había insistido desde entonces.

Me senté en un taburete de la barra americana de la cocina y destapé un delicioso yogur de coco.

Dos cucharadas después Adrian entró por la puerta como un zombie famélico.

No aplaudas, Lauren. Actúa con normalidad o volverá al sofá.

Le tendí otro yogur y ambos actuamos como si todo fuera normal, y no como si él, saliendo de su camino sofá-cama, hubiera roto una rutina de tres días consecutivos.

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