TREINTA Y SIETE

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Agosto 1943

Fernando estaba realmente preocupado, después que las puertas del tren se cerraron María se había quedado viendo a la nada, sin expresión alguna, solamente le corrían lágrimas imparables por las mejillas y nada más. Intentó hablarle o moverla para hacerla reaccionar pero nada funcionó. Entre las manos y la falda del vestido apretaba fuertemente los pedazos de carta que había logrado recuperar. Él tenía otra buena parte en las manos, agradeció que hubieran podido subir al tren, pero ya no sabía si María estaría tan feliz como él cuando leyera los periódicos que había recolectado para ella. Ahora él entendía un poco más de su situación, la cual estaba seguro que María ignoraba por completo dada la escena anterior que había tenido lugar en los andenes de la estación.

–Ven, vamos a tratar de armar esa carta.

Cual muñeco de trapo María se dejó guiar hasta la cabina que les serviría de habitación durante todo el viaje. Fernando la llevó con cuidado y una vez que estuvieron dentro cerró la puerta y se arrodillo frente a ella.

–Oye niña, entiendo que no es nada agradable lo que acaba de pasar, pero te prometo que lo que viene es aún peor.

Ella se estremeció y se le quedó viendo.

– ¿Qué? –susurró apenas.

–Va, lo siento, me refiero a que no me asustes –la desesperación lo hacía hablar rápido–. Di algo, muévete.

–La carta... yo.

–Sí, eso –tomó los trozos que ella tenía en la falda, los juntó con los que él tenía y los esparció en el suelo–. Yo me encargaré de esto. Tú lee los periódicos que conseguí.

María miró hacia el lado donde él le señalaba, vio unos cuantos ejemplares del diario apilados. Los ojos le ardían y no sabía qué pensar, una parte de ella quería regresar con su tío, otra quería ver a su mamá y a... su padre de nuevo.

– ¿Tienes algún pedazo más de papel en las manos? –preguntó Fernando.

María se miró las manos y asintió.

– ¿Qué es esto?

Además de los pedacitos de papel se dio cuenta de que tenía un objeto más al cual no había prestado atención antes, era una especie de relicario, esmeradamente tallado y muy bello.

–Creo que estaba dentro del sobre –dijo Fernando acercándose curioso–. Parece que tiene algo adentro, intenta abrirlo.

María lo examinó de todas partes, le pareció haber visto ese relicario antes en la habitación de su tío o en su oficina, pero nunca se lo había visto puesto, aparte de que parecía ser especialmente diseñado para ser portado por una mujer.

Con manos temblorosas María lo abrió y se llevó una desagradable sorpresa. Al momento de abrirlo, ver la foto y leer lo que tenía escrito la otra cara, dejó caer el relicario, se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar.

Su madre estaba muerta. Muerta. Desde el año que ella se había ido según la fecha indicada en el collar. Su tío nunca le había dicho nada, ¿por qué? eso no le importaba ahora. Solo pensaba en su madre, que ya no la volvería a ver nunca más.

Fernando no entendía nada, pero cuando recogió el camafeo, vio la foto y la fecha lo entendió, ya que él había leído los periódicos de los días anteriores.

Ahora bien, Fernando se consideraba un hombre rudo y fuerte, firme y determinado si la situación lo ameritaba, pero en este momento deseo ser un poco más suave y delicado para consolar de la mejor manera a la niña indefensa que lloraba desconsoladamente en el suelo. Esa pequeña y frágil chica que aparentaba tanta entereza cuando en realidad estaba destrozada por dentro y cada vez se rompía más y más.

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