Prólogo

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El reloj marcaba los minutos sobre una hora que finalizaría apenas en 30 segundos. Daba vueltas en la cama enérgicamente mientras sus ojos estaban completamente cerrados. De nuevo su subconsciente la estaba llevando a una historia que no quería más nunca traer a sus recuerdos. Siempre ocurrían al momento de poner su cabeza en la almohada. Era sencillamente, inevitable.

—No!!! No!! No!!!

Gritó sobresaltada en su cama, levantándose de golpe. Nuevamente había tenido otra pesadilla con su pasado y se sentía bastante consternada. El reloj ya marcaba las 2:00 am en punto.

Había transcurrido ya mucho tiempo, y aún, su consciencia cada noche le hacía una mala pasada.

Que podía hacer? Ya lo había intentado todo, desde los más adaptados psicólogos, hasta una gama de anti-depresivos. Sólo restaba una sola cosa, intentar dejar el pasado atrás. Ella misma tenía que hacerlo o acabaría volviéndose loca.

Volvió a hundir su cabeza en la almohada, cerrando sus ojos. Esta vez no intentaría volver a dormir, sólo quería relajarse un poco.

Necesitaba salir y pensar, llevar aire fresco en sus neuronas, considerando que era sábado y que la rutina diaria del trabajo no continuaría acechándola.

Después de unos minutos de hacer el vago, decidió levantarse. Tomó el albornoz y lo volvió a dejar donde estaba colgado. No era muy adicta a llevar ropa dentro de su propia casa considerando que vivía sola, totalmente independiente de sus padres, sin nadie que le dijera que hacer o que decir. Era su mundo y allí Quinn Fabray, era la reina.

Sin nada que le cubriera la parte superior de sus pechos, salió de su habitación solo vistiendo bragas, unas lindas e infantiles bragas de conejitos azules. Se caracterizaba por ser amante de los dibujos animados y de las cosas cursis, siempre y cuando, nadie la viera.

Caminó descalza hasta la cocina, la cual estaba hecha un desastre. Nunca había sido una buena cocinera y su menú solo eran los sándwich, el de atún era su favorito. Abrió la heladera y casi que se ponía a llorar, definitivamente...

— Mierda!!! Debo hacer las compras o un día de estos, terminaré convirtiéndome en caníbal, comiéndome a mí misma. Aunque – Hizo una pausa como si pensara algo importante aun con la puerta de la nevera abierta — No debo saber tan mal, estoy demasiado apetecible — Concluyó, observando su propio reflejo en la puerta una vez que la cerró, llevando consigo un vaso de jugo de naranjas, para comenzar el día.

Caminó sin mucha prisa hacia la sala de estar. Se sentó un rato con los pies sobre una mesita de cristal, que hasta ahora había sobrevivido a todos los desastres de su alocada vida.

Quinn Fabray nunca había estado casada, apenas estaba en la flor de su juventud. Contaba con solamente 20 años de edad y como toda rebelde con o sin causas, se reveló a sus padres y ahora, se encontraba allí, haciendo de su vida lo que siempre había querido. Su propio palacio.

— Diablos, otra vez esta chica... No sé cuántas veces me ha invitado a salir en lo que va de semana. Tal vez tenga que utilizar algún lenguaje entendible para sus oídos, o el Arameo para que entienda que no me apetece llevármela a la cama, por ahora! — dijo lanzándole un beso al móvil — Pero eres muy linda criaturita — Luego lo dejó nuevamente donde estaba y se estiro hasta que sintió esa sensación de que toda la flojera que se tiene encima, se va.

Se trasladó hacia su habitación, tomando las cosas que necesitaba para darse un buen baño relajante, un ritual donde tardaba horas y horas pero consideraba que era su único método de aislarse por un tiempo del mundo, donde solo ella y su imaginación, viajaban un rato.

*******

A 540 millas de Ohio, la ciudad de New York se levantaba con todo el esplendor de un maravilloso día soleado. Allí, la ciudad de los grandes distritos residenciales, elegantes terrazas, hogar del río Hudson, sus sitios icónicos volvía ser testigo de un nuevo amanecer, un nuevo comienzo.

Una mansión inmensa y llena de lujos era surefugio y a la vez su prisión. Todo su esfuerzo y su empeño, se veían puestasante la imponente vivienda donde aprendió, hace algunos años atrás, que elpoder y la riqueza no lo son todo en el mundo si no tienes con quiencompartirlo.

En su lujoso estudio, Rachel pasaba la mayoría de las veces, ya fuera leyendo odivagando en su mundo lleno de socialité y aristocracia. Un mundo, que paraella a veces parecía tan vacío, lleno de hipocresía en inmundicias, pero quelamentablemente había corrido con la fortuna (para muchos) y la desgracia (para otros) de vivir en unacaja de cristal.

— Adelante — dijo colocando a un lado su portátil y apretando con sus dedos,sus cansados ojos mientras se recostaba en su gran silla de cuero.

— Señora Berry, su esposa acaba de llegar. Dice que esté lista porque en diezminutos ya se servirá el almuerzo — anunció la chica de servicio.

— Gracias Martha. Dile a mi esposa que me espere, que allí estaré — la chica deservicio asintió, mientras Rachel echaba un vistazo rápido a su laptop paraluego virar hacia la ventana. El día brillaba, pero en cambio su sonrisa no.

Giró nuevamente su silla y dio click con su dedo a cualquier tecla para quitarla oscuridad que había dejado el wallpapers, trayendo de regreso la pantallaprincipal del Window's. Su sonrisa volvió aparecer en su rostro, asustándose a símisma porque hacía tiempo, había olvidado lo que era estar feliz, había perdidola noción de los momentos, de los pequeños detalles; se había perdido a ellamisma.

Intentó escribir algo, pero con solo accionar la tecla DELETE, hizo desaparecersus palabras.

— Qué estoy haciendo? Me sentiría como una chiquilla tonta y no lo soy.

Apagó el computador y solo un suspiro ahogado se apoderó de la habitación, queen menos de dos segundos se hallaba en penumbras cuando la puerta se cerró trasella.

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